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En medio de la crisis mundial por la pandemia de COVID-19, ha circulado abundantemente una ilustración que resume, en forma clarísima, algo que todos los ciudadanos deberíamos tener muy presente.
La viñeta –firmada por “mariani”– muestra un profesor frente a un pizarrón que muestra gráficas de funciones exponenciales. Un alumno, con cara aburrida, le comenta a su compañera: “Como si algún día fuéramos a usar esta basura”…
Y tiene razón. En tiempos “normales”, cuando todo marcha razonablemente bien en nuestras sociedades –o al menos cuando no marcha peor que de costumbre– hay muchas cosas que parecen irrelevantes. Entre ellas, el conocimiento científico.
Pero esto es una ilusión cómoda, provocada precisamente, por la buena marcha de los mecanismos e instituciones (sociales, políticas, económicas, legales, sanitarias y sí, científicas) que permiten que las comunidades y los países funcionen sin tropiezos, con relativa eficiencia, y que cada quien pueda seguir su vida sin mayores sobresaltos.
Es cuando ocurre una crisis –de salud, económica, una guerra, un terremoto, la erupción de un volcán, un tsunami– que los mecanismos de la sociedad se trastornan y que muchos nos damos cuenta de que existen. Y uno de los componentes fundamentales de estos mecanismos, y que está detrás de su existencia misma, es la ciencia.
La investigación científica rigurosa, y el conocimiento confiable que produce, es probablemente la mayor herramienta cultural de que dispone la nuestra especie. La ciencia es una herramienta que se ha ido perfeccionando a lo largo de siglos. En ese trayecto, ha acumulado una enorme capacidad de corregir los errores, sesgos y autoengaños a que somos tan proclives los humanos.
La viñeta –firmada por “mariani”– muestra un profesor frente a un pizarrón que muestra gráficas de funciones exponenciales. Un alumno, con cara aburrida, le comenta a su compañera: “Como si algún día fuéramos a usar esta basura”…
Y tiene razón. En tiempos “normales”, cuando todo marcha razonablemente bien en nuestras sociedades –o al menos cuando no marcha peor que de costumbre– hay muchas cosas que parecen irrelevantes. Entre ellas, el conocimiento científico.
Pero esto es una ilusión cómoda, provocada precisamente, por la buena marcha de los mecanismos e instituciones (sociales, políticas, económicas, legales, sanitarias y sí, científicas) que permiten que las comunidades y los países funcionen sin tropiezos, con relativa eficiencia, y que cada quien pueda seguir su vida sin mayores sobresaltos.
Es cuando ocurre una crisis –de salud, económica, una guerra, un terremoto, la erupción de un volcán, un tsunami– que los mecanismos de la sociedad se trastornan y que muchos nos damos cuenta de que existen. Y uno de los componentes fundamentales de estos mecanismos, y que está detrás de su existencia misma, es la ciencia.
La investigación científica rigurosa, y el conocimiento confiable que produce, es probablemente la mayor herramienta cultural de que dispone la nuestra especie. La ciencia es una herramienta que se ha ido perfeccionando a lo largo de siglos. En ese trayecto, ha acumulado una enorme capacidad de corregir los errores, sesgos y autoengaños a que somos tan proclives los humanos.
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