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Atenas, siglo V a.C. En la primera democracia de Europa, todos los ciudadanos tenían derecho a voto y el deber y el derecho de participar en la vida política y en la gestión de la polis. Pero por ciudadano se entendía “varón nacido en Atenas, de progenitor ateniense, de condición libre": élite minoritaria que nunca alcanzó la cuarta parte de la población total: no contaban los esclavos, los niños, los extranjeros (metecos) ni las mujeres. Estas quedaban excluidas de cualquier participación en la vida pública.
La marginación del sexo femenino comenzaba de hecho desde la concepción. Los griegos no eran ambiciosos, el trabajo era el imprescindible para mantener una vida digna, incluso a veces simplemente una vida. No se podía mantener a muchos hijos: un varón que heredara los bienes familiares y una hija que entregar en matrimonio, gravosa por la obligación de otorgarle una dote, eran más que suficientes. Los medios anticonceptivos eran rudimentarios y, aunque se practicaban abortos, era frecuente el nacimiento de hijos no deseados. Se podía admitir un hijo más, pero era raro que se criara a dos hijas. El infanticidio femenino era frecuente. Los bebés no deseados solían exponerse en la colina del Lycabetos, próxima a la Acrópolis. Las parejas que no podían concebir acudían allí a recoger a algún niño abandonado. Pero era muy raro que adoptasen a una niña.
Si la niña crecía en el seno familiar, no podía tampoco acceder a educación alguna. Salvo en Esparta, no había escuelas especiales para muchachas y la instrucción no se dirigía a ellas. Todo lo aprendían en el ámbito privado de su madre, hermanas o esclavas. Y lo que aprendían quedaba relegado a la vida en la casa: el mantenimiento de las posesiones y las tareas domésticas, el cuidado de los niños eran sus tareas cotidianas. Sus salidas se limitaban a recoger agua en las fuentes próximas, en las que se desarrollaba su escasa vida social. Incluso quedaban excluidas de las cenas que sus maridos celebraban en el hogar en compañía de sus amigos (simposioi), a las que no era raro que acudieran prostitutas al final de la noche. Los matrimonios no eran fruto de una relación privada hombre-mujer, sino una transacción masculina, un contrato entre el padre de la novia y su futuro marido. El padre entregaba a la hija junto con una dote, y ésta pasaba de la casa paterna a la casa del marido, propiciando con ello el orden ciudadano: la herencia y los hijos legítimos, futuros ciudadanos de la polis. Las muchachas solían casarse cuando llegaban a la pubertad, mientras que los hombres lo hacían ya en una edad madura para la esperanza de vida de la época, en torno a los treinta años.
Todo ello hacía difícil que hubiera un acercamiento igualitario y satisfactorio entre hombres y mujeres, incluso entre esposos. Difícilmente podría encontrar alicientes un hombre culto en la relación con su mujer debido a sus carencias. Los hombres encontraban más ocasiones de compartir sus intereses y aficiones con personas de su mismo sexo, lo que propició en la sociedad ateniense las relaciones homosexuales entre varones, en absoluto mal vistas, y el éxito de las pocas mujeres cultivadas que tuvieron ocasión de vivir en la Atenas del siglo V: las hetairas. La misma palabra con que se las designa, hetairas, dice mucho de su consideración entre los hombres: ἑταίρα significa compañera, plano de igualdad del que distaban mucho las esposas legítimas de los atenienses.
Jurídicamente, la mujer ateniense era una eterna menor. Toda su vida, debía permanecer bajo la autoridad de un tutor: primero su padre, luego su marido, su hijo si era viuda o su más próximo pariente.
Su existencia no tiene sentido más que para el matrimonio, en el que el enamoramiento no tenía nada que ver. El varón griego, sin embargo, debía ver el matrimonio como un mal necesario.
La dote de la joven casada consistía generalmente en dinero, cuyo usufructo administraba el marido, comprometiéndose a mantener intacto el principal. Solía garantizarse este compromiso con garantía hipotecaria del capital inmobiliario del marido.Cuando su mujer moría sin hijos o en caso de divorcio por consentimiento mutuo, la dote debía ser devuelta.
El hombre tenía la posibilidad de repudiar a su esposa sin alegar motivo alguno ni más obligación que reintegrar la dote. En cambio, la mujer carecía del mismo derecho: solo en caso de maltrato podía