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Explicación:
porque a establecer una distinción entre la moral formulada por la Iglesia a lo largo de los siglos y la moral vivida por la comunidad de creyentes en esos mismos períodos. Su formulación ha experimentado los avatares de la historia, lo que permite entender sus acentuaciones y condicionamientos al proponer sus planteamientos teóricos. Su vivencia ha tenido que ver con la santidad o pecaminosidad de cada cristiano constatando, así, el grado práctico de coherencia o de distancia con los ideales enunciados por la moral formulada. El punto de partida de esta ha estado vinculada con la máxima evangélica del "sed perfectos como mi Padre Celestial es perfecto" (Mt 5, 48). Así proclamada, esa máxima es una utopía imposible de alcanzar pero es propuesta por Jesucristo como un norte que orienta la conducta de todo aquel que quiera seguirlo.
Desde esta perspectiva la moral formulada considerada en sí misma no es el ideal evangélico proclamado: este es la meta, es el fin en el sentido de tota et simul perfecta possesio. La moral formulada se ubica, entonces, en el nexo entre la realidad de la conducta humana (que vendría siendo la moral vivida) y esa meta final que es la Utopía del Reino. Así estructurada la relación, la moral vivida de los cristianos siempre estará a una gran distancia del ideal proclamado, aunque algunas personas logren llegar a una mayor cercanía con esta meta. Es a la luz de esta afirmación como entendemos el diálogo de Jesús con el joven rico (Mt. 19,16-22 y textos paralelos) desde las claves de comprensión que estamos proponiendo. El joven interroga a Jesús por la felicidad ("conseguir la vida eterna") y le pregunta qué ha de hacer de bueno para lograrla. Aunque el joven está ante el Bueno, Jesús le señala que solo Dios es el Bueno, es la Felicidad, y poseerlo es alcanzar la meta final, es lograr la felicidad, conseguir la vida eterna. Ahora bien, Jesús le presenta la "moral formulada", es decir, para llegar a la meta es necesario seguir el camino de los mandamientos. La respuesta que da el joven rico no es fácil de pronunciarla, pero se atreve a hacerlo: él ha avanzado, "desde su juventud", en la coherencia entre la moral formulada y la moral vivida, ha hecho conducta los mandamientos. Ante esta maravillosa contestación, Jesús "eleva la vara" y le propone la perfección. La paradoja que le plantea Jesús es que esa felicidad ya puede empezar a vivirla pero se encuentra en un mayor compromiso de seguimiento y le señala que esa felicidad no está en él mismo sino en lo que pueda hacer por los demás ("vende lo que tienes y dáselos a los pobres"). La distancia habitual que encontraremos, no obstante, entre la moral vivida y la formulada no será sino la constatación más palmaria de nuestra condición pecadora.
la moral formulada entendida, entonces, como el puente entre lo fáctico y lo utópico permite comprenderla como una moral para caminantes, para peregrinos, para personas que no están en la perfección pero que aspiran a ella y caminan hacia la casa del Padre. Sitúa también a la Iglesia como el sacramento de Jesucristo que acompaña a estos caminantes en su peregrinar otorgándoles el apoyo y cobijo necesarios, sin apagar nunca "la mecha que aún humea". Esta actitud de "caminantes éticos" nos lleva a estar alertas ante dos peligros que están al acecho permanente en la vida moral: por una parte, el peligro del laxismo y por otra la del rigorismo moral. El primer riesgo se traduce en una flojera axiológica donde se renuncia a caminar y a seguir esforzándose. Hay cristianos tan pragmáticos que "cortan los sueños en flor". ¿Para qué ilusionarse si nunca será posible alcanzar los ideales que presenta el Evangelio? Se justifican, así, todas las debilidades y mediocridades éticas en aras de un pretendido realismo. El otro riesgo se expresa en una actitud permanente de crítica y juzgamiento porque no se está ya en la perfección. Es la postura de Catón, el censor, que siempre está denunciando pecados o de aquel que es maestro en anunciar calamidades morales. Psicológicamente hablando, esta persona se amarga y se paraliza en su andar moral y, lo que es peor, amarga a los demás y los detiene en su crecimiento. Se entiende que ni el laxismo ni el rigorismo ético hacen de la moral cristiana un camino de felicidad .