Le hizo un gesto de que no la siguiera y abandonó el palco. Raúl la miró alejarse. Luego bajó la escalera y se mezcló con la muchedumbre. Mientras se abría paso a través del gentío, iba preguntando por la Muerte Roja. Todos le contestaban que acababa de pasar por allí, pero no consiguió encontrarla por ningún lado y a las dos de la madrugada desembocó en el pasadizo que, por detrás de la escena, conducía al camarín de su amada.
Golpeó la puerta; nadie respondió, y entró. El camarín se hallaba desierto. Una tenue luz de gas ardía en un rincón. Encontró papel de cartas en una mesa y pensó en escribirle una nota a Cristina, pero en ese momento oyó unos pasos en el pasillo. Enseguida se ocultó en una pequeña pieza, que estaba separada del camarín por una cortina. Alguien entró. ¡Era Cristina!
La muchacha se sacó el antifaz y apoyó la cabeza en las manos. Lucía muy cansada. Luego murmuró: “Pobre Erik”.
“¿Habré oído mal? ─ pensó Raúl─. ¿No habrá dicho: ‘Pobre Raúl?” Si había alguien de quien compadecerse, era de él. Pero Cristina suspiró y repitió: “Pobre Erik”. ¿Quién era ese Erik que causaba tanta pena a la muchacha? ¿Acaso ella no comprendía que Raúl era el hombre más desgraciado de la tierra?
Cristina se puso a escribir. Llenó unas cuatro hojas, pero de pronto escondió las hojas escritas en su seno y pareció escuchar. ¿Qué? Raúl también prestó
atención y oyó un canto lejano que daba la impresión de brotar de las paredes. El sonido se tornó más nítido: sí, era una voz sedosa y viril, que debía pertenecer a un hombre. La bellísima voz se fue acercando más y más, pareció atravesar la pared y entró en la habitación. Vibraba delante de Cristina, que se levantó y habló, como si alguien estuviera con ella.
─Estoy lista, Erik; pero usted, amigo mío, se ha demorado.
Raúl, que espiaba detrás de la cortina, no daba crédito a sus ojos, pues no veía a nadie. Sin embargo, el semblante de Cristina se iluminó. La voz volvió a cantar, y el vizconde reconoció que jamás en su vida había escuchado un sonido tan sublime, delicado y triunfal. Nadie que oyera aquella voz prodigiosa podía permanecer indiferente. Resultaba imposible no ceder a su hechizo. Quien la oyera sería transfigurado. Ahora Raúl empezaba a comprender como Cristina, bajo la influencia de ese invisible maestro, había sido capaz de revelar durante la función de gala un arte excelso, que había dejado maravillado al público.
La voz entonaba un fragmento de Romeo y Julieta. Raúl observó que Cristina extendía los brazos en dirección de la voz, tal como había hecho en el cementerio de Perros, mientras escuchaba el violín invisible interpretar la Resurrección de Lázaro. Y entonces la voz, con incontenible pasión, canto el siguiente verso:
El destino te encadena a mí para siempre…
Raúl sintió que un dolor desgarrador oprimía su corazón e intentó resistir aquel encantamiento sonoro que lo privaba de su voluntad en el momento en que más la necesitaba. Apartó la cortina que lo ocultaba y se precipitó hacia Cristina. Ella no advirtió su presencia y caminó, como sumida en un trance, a la pared del fondo del camarín, que estaba cubierta por un espejo.
El destino te encadena a mí para siempre…
Raúl observó que la muchacha se iba acercando a su reflejo hasta que las dos Cristinas (el cuerpo y la imagen) parecieron fundirse en una sola; él se abalanzó para retener ese espejismo, pero un súbito ventarrón lo empujó hacia atrás. Mientras una corriente de aire helado soplaba en su cara, comprobó atónito que las dos Cristinas se habían multiplicado en cuatro, ocho o veinte reflejos que giraban alrededor de él y lo eludían, como si lo desafiaran a descubrir cuál era la Cristina de carne y hueso. Raúl extendió las manos, pero no pudo tocarla; luego permaneció inmóvil, más confundido que nunca, y de pronto vio su propia imagen en el espejo. ¡Cristina había desaparecido! Golpeó el espejo inútilmente y siguió escuchando la voz invisible, que se alejaba dejando en el camarín su eco ardiente:
El destino te encadena a mí para siempre.
El vizconde trató de serenarse. Estaba seguro de que no se trataba de un sueño. ¿Dónde se había ido Cristina? ¿Cómo había sido posible que desapareciera ante sus propias narices? ¿Regresaría? ¿Acaso su misteriosa huida se relacionaba con las desesperadas frases de su reciente conversación? “¡Jamás me verá de nuevo! ¡Todo ha terminado!” ¿Sería realmente el final?
Raúl se resignaba a perderla… y, sin embargo, la voz que aun retumbaba en las paredes, repetía: “El destino te encadena a mí para siempre”. ¿Encadenada a quién? Raúl se sentó y apoyó la cabeza en las manos. Cuando la levantó, corrían lágrimas por sus mejillas, y una pregunta torturaba en su corazón: “¿Quién es ese Erik?”.
Un argumento sobre eso porfaa
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Pone mas punto para ayudarte es muy largoo
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lollhgdcb:
pero tiene puntos, explícate mejor
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