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Las guerras árabo-bizantinas fueron una serie de contiendas disputadas entre los musulmanes mayoritariamente árabes y el Imperio romano de Oriente o bizantino entre los siglos vii y xi d. de C. Comenzaron como parte de la expansión musulmana durante los reinados de los califas ortodoxos y omeyas del siglo vii y continuaron con sus sucesores, hasta mediados del siglo xii.
La irrupción de los árabes de la península arábiga en los años 630 les permitió a estos despojar a los bizantinos de sus provincias meridionales (Levante y Egipto). Durante los siguientes cincuenta años, los califas omeyas emprendieron una serie de acometidas contra la todavía bizantina Asia Menor; amenazaron dos veces la capital imperial (Constantinopla) y se apoderaron completamente del Exarcado de África. La situación no se estabilizó hasta el fracaso del segundo sitio árabe de Constantinopla, en el 718; la frontera entre los dos enemigos quedó fijada en los montes Tauro, en el borde oriental de Asia Menor. En la zona, casi despoblada, surgieron poderosas defensas de ambos Estados. Durante el Califato abasí, las relaciones entre bizantinos y musulmanes se normalizaron; hubo un intercambio de embajadas e incluso algunos períodos de tregua, pero el conflicto siguió siendo la norma. Tanto por el gobierno abasí como por los señores locales organizaban incursiones y represalias de las campañas enemigas casi todos los años, hasta bien entrado el siglo x.
Durante los primeros siglos, los bizantinos se mantuvieron normalmente a la defensiva y evitaron las batallas campales, prefiriendo retirarse a sus plazas fuertes. Solo a partir del 740 comenzaron a realizar contraataques, aunque todavía el imperio abasí era capaz de responder con grandes expediciones de castigo en Asia Menor. Con la decadencia y fragmentación del estado abasí tras el año 861 y el fortalecimiento paralelo del Imperio bizantino bajo la dinastía macedónica, la situación comenzó a cambiar gradualmente. Durante medio siglo (desde aproximadamente el año 920 hasta el 976), los bizantinos consiguieron finalmente quebrar las defensas musulmanas y restablecer su control sobre el norte de Siria y la Gran Armenia. El último siglo de las guerras árabo-bizantinas estuvo dominado por los conflictos fronterizos con los fatimíes en Siria, pero la frontera se mantuvo estable hasta la aparición de un nuevo pueblo, los selyúcidas, que empezaron a influir en la región a partir del 1060.
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