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Entender el fenómeno de la corrupción durante el gobierno de los Austrias es uno de los problemas más importantes de la discusión historiográfica actual e implica el entendimiento de cómo era administrado el imperio español. Después de décadas concibiendo a los diferentes reinos en una relación de centro-periferia, dependencia económica y subordinación política a una “Monarquía Absoluta”, hoy en día los historiadores modernistas de España y los virreinales tendemos más a hablar de historias “conectadas” de “imperio negociado” o “atlántico”, o de una “monarquía policéntrica” en donde los centros de decisión se mueven espacialmente de acuerdo a las diversas coyunturas dentro del imperio hispánico. Desde que los trabajos de Fernando Muro Orejón, John Lynch y John Elliott cuestionaran la existencia de un imperio desde cuyo centro se difundía de manera coherente las decisiones políticas y el control de la economía, han aparecido múltiples estudios que demuestran hasta qué punto el poder en el mundo hispánico era difuso, que existía una compleja interacción entre las distintas instancias intermedias de poder, que existía una tupida red de patrones y clientes cuyo rol en el resultado final de las políticas era medular y que, en definitiva, el ejercicio del poder en América (y en España) era consensuado y negociado: “gobernando sin ayuda de fuerzas coercitivas prácticamente inexistentes en América (dice Tamar Herzog), la administración regia dependía del empleo de tácticas políticas; era, en esencia, un mediador”.
Otro rasgo fundamental del sistema político virreinal era el juego de dones y contradones y la obligación de colocar a tu familia extensa (parientes, criados y allegados) en los mejores puestos de gobierno. Actualmente, para hablar de corrupción deben existir ciertos componentes básicos: el nepotismo (es decir, el reparto excesivo de privilegios y empleos entre los miembros de una familia nuclear o extendida), la prevaricación (dictaminar a sabiendas una sentencia injusta) y el cohecho (esto es, sobornar con dádivas a un funcionario). Si cometemos un anacronismo y aplicamos sin más esta definición, podríamos concluir que el Perú virreinal era corrupto, e incluso ir más allá y afirmar que la corrupción de hoy es una herencia del periodo virreinal. Pero, sin duda, hay que entender que no se pueden aplicar conceptos modernos al pasado sin entender el funcionamiento de un sistema que era radicalmente distinto al actual. Para comenzar, en el Tesoro de la Lengua Castellana o Española de Sebastián de Covarrubias, publicado en 1611, la palabra “corrupción” significa “pudrimiento”, “corrupción de huesos”. La palabra “corromper”, solo en una acepción se acerca a nuestro tema: “Corromper los jueces, cohecharlos”. Y es sumamente difícil encontrar esta palabra en los contenciosos o en la correspondencia cuyo tema involucre el mal comportamiento de los funcionarios.
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