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Miguel Ángel es el gran artista del renacimiento, entendido este concepto en mayúsculas; o por utilizar otro término esencial en esta etapa, es el perfecto humanista: el hombre que ansía conocer y admira la belleza de todo lo creado, y que siente necesidad de crear belleza, de transmitirla a los demás, pues comunicar belleza es una forma de hablar de Dios, de hacerlo presente y eterno, como eternas e inmortales son sus obras.
Cuando alguien contempla la Piedad, el Moisés o el Juicio Final, sea o no creyente, se sobrecoge. Si de verdad se abre a la contemplación, percibe una verdad que, contenida en una escultura o en una pintura, pretende llevarnos más allá, apunta a la trascendencia, según el concepto neoplatónico (Ideas).
En las obras de Miguel Ángel, la realidad material sobre la que trabaja, nos descubre una realidad espiritual, que para él era lo realmente importante.
Como he dicho antes, Miguel Ángel atravesó distintas etapas: la clasicista, en la que busca la Belleza ideal, como en el David o la Piedad; la etapa de madurez, en la que se observan ya sus tendencias manieristas, como en el Moisés y la última etapa, la de su vejez, en la que se produce una ruptura con lo anterior, y buscará la expresión de la Idea plena, de misticismo desgarrado, como en la Piedad Rondanini.
No desarrollo de nuevo los elementos renacentistas de sus obras, porque ya lo he hecho en los comentarios realizados, pero terminaría con una frase que de él se ha repetido incansablemente y que que resume el genio del que estamos hablando, cuando se dice de él que “sacaba vida de las piedras”.
No existe mejor definición de lo que es un artista.