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Dicen que en plena Revolución Francesa la gente se llamaba «ciudadano» por la calle. Frente al súbdito del Antiguo Régimen, el de ciudadano apareció como un concepto emancipador. En el Estado del siglo XXI, el obrero puede ser ciudadano, la mujer puede ser ciudadana. En un mundo globalizado, la frontera es un mecanismo de segregación, un filtro que sólo opera sobre los pobres.
Los nacionales de otro país pueden atravesar la frontera solo en determinados supuestos. La otra cara del filtro es que los extranjeros de alto nivel económico tienen un acceso mucho más sencillo a la residencia, a través del visado de residencia para inversores creado por la Ley de Emprendedores, y que se da a quien compre dos millones de deuda pública española o un inmueble valorado en 500.000 euros o más. Del mismo modo, esa ley facilita la entrada para tantear el terreno para «emprender», pero no para buscar trabajo. Una vez superado el filtro de entrada, los extranjeros en situación regular tienen derechos equivalentes a los españoles en el ámbito socioeconómico, pero están en gran medida excluidos de la comunidad política a nivel institucional.
Los trabajadores en situación irregular, por su parte, están sometidos tanto en el ámbito político -carecen de derecho a voto, y el ejercicio de derechos como el de manifestación es mucho más peligroso- y también en el económico, con escasas posibilidades de defensa ante los abusos de un empleador o de asociarse en un sindicato. No son ciudadanos, sino súbditos, porque la -imperfecta- democratización del sistema que nació en las revoluciones burguesas del siglo XVIII se detiene al llegar a la frontera. Todo esto es importante porque cualquiera puede apreciar el surgimiento y fortalecimiento de doctrinas xenófobas en España y otros Estados, y ante ellos es urgente articular un discurso que debe llevar aparejado la construcción de un nuevo sujeto de derechos. Y la retórica ciudadanista -evidentemente, no me refiero a la xenofobia más o menos oculta o declarada de Ciudadanos, sino a los discursos de Podemos y de algunas de las plataformas electorales municipales- no parece suficiente.
Al menos en su formulación actual, el concepto de ciudadanía excluye a una parte de los vecinos de nuestros barrios. No sé si la solución es sustituir el concepto de ciudadanía o desbordarlo. Las revoluciones burguesas vincularon el poder político y el pago de impuestos. Pues bien, es evidente que las personas con permiso de residencia pagan impuestos.
En España, los nacionales de Bolivia, Cabo Verde, Chile, Colombia, Corea del Sur, Ecuador, Islandia, Noruega, Nueva Zelanda, Paraguay, Perú y Trinidad y Tobago pueden votar en las elecciones municipales. Normalmente se exige que lleven cinco años residiendo en España y que se inscriban en el censo electoral . Generalizar este derecho exige poder firmar acuerdos . Por otra parte, las personas en situación irregular también pagan impuestos, aunque muchas veces se olvide o se desconozca.
Pagan todos los impuestos ligados al consumo y pagan los impuestos sobre la propiedad llegado el caso, ya que ninguna norma les impide ser propietarios . Las personas en situación irregular también han podido pagar impuestos sobre la renta si en un pasado tuvieron un contrato y un permiso de residencia que luego perdieron . El pago de impuestos en una sociedad democrática, o que pretende serlo o se concibe como tal, es algo más que un pago coactivo. Extender derechos políticos y económicos a todas las personas que residen en el territorio de manera estable es necesario para una auténtica profundización democrática de las relaciones sociales que llamamos mercado y de aquellas que llamamos Estado.
Entiendo que sólo así puede construirse una ciudadanía verdaderamente inclusiva que supere la frontera que la limita y trocea. Tal vez alguien pensará que algo así es insostenible, que no podemos dar todos los derechos a cualquiera que aparezca por aquí, que una decisión de tales características traería el fin de la civilización.