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Existen dos Colombias. Una es la que se proyecta en el exterior como la democracia más estable de Latinoamérica a pesar del narcotráfico y del terrorismo, ajena a las dictaduras que asolaron el continente y con elecciones formales cada cuatro años; la que goza de una moderna
La ruptura en 2002 de las conversaciones de paz del Gobierno del Presidente Andrés Pastrana (1998-2002) y los grupos guerrileros de las FARC y el ELN (Ejército de Liberación Nacional) generó en Colombia un ambiente de decepción y escepticismo sobre la posibilidad de una solución política y negociada al conflicto (el Gobierno quería dialogar sin ceder privilegios de las clases dominantes y la guerrilla quería negociar sin parar la guerra). Este hecho, la influencia de los atentados del 11 de septiembre, el mayor rechazo por parte de sectores sociales a los desmanes de la guerrilla -acciones sistemáticas que infringen el derecho internacional humanitario como secuestro, reclutamiento forzado o voluntario de menores, eliminación de militares en estado de indefensión, uso de armas con efectos indiscriminados, masacres contra civiles, etc.- y las presiones que, según las organizaciones sociales, ejercieron los grupos paramilitares en algunas regiones del país propiciaron la victoria en las elecciones presidenciales de 2002 de Álvaro Uribe Vélez con su eslogan de “mano firme y corazón grande” y su propuesta de Política de Seguridad Democrática supuestamente dirigida a reforzar la lucha contra la insurgencia.
Durante los cuatro años de Gobierno Uribe no sólo no ha mejorado la situación de los colombianos sino que ha empeorado a partir de la aplicación de su “seguridad democrática” sustentada en la convicción de que todos los ciudadanos son combatientes y, por tanto, deben colaborar activamente con las autoridades o arriesgarse a ser perseguidos como sospechosos de terrorismo: la puesta en práctica de la doctrina Bush sobre seguridad. La opción por la guerra ha propiciado la ejecución de graves violaciones a los derechos humanos, la restricción de los derechos y libertades fundamentales que, al menos sobre el papel, se reconocían a los colombianos y un deterioro alarmante en las condiciones de vida hasta el punto de que casi dos terceras partes de la población vive en la pobreza. Mientras tanto en los presupuestos generales del Estado colombiano para 2005 y 2006 se han destinado 20 billones de pesos (más de 6.000 millones de euros) a la guerra y 71 billones al pago de la deuda externa (más de 23.000 millones de euros); el Gobierno ha presentado un proyecto de presupuesto para 2007 que contempla 14 billones de pesos (más de 4.000 millones de euros) para seguridad y defensa.
Al mismo tiempo, Uribe Vélez ha impulsado un “proceso de paz” con los grupos paramilitares que, según las organizaciones de defensa de los derechos humanos y Naciones Unidas, conduce a la impunidad de los crímenes de lesa humanidad de los que son responsables estos escuadrones de la muerte. No resulta extraño, si tenemos en cuenta que paramilitares y Fuerza Pública vienen actuando conjuntamente desde que el propio Estado colombiano creó estos grupos en la década de los sesenta como resultado de la doctrina de Seguridad Nacional exportada por Estados Unidos. Colombia, actualmente, es uno de los mejores ejemplos de lo que denunció el Presidente del Gobierno Español, José Luis Rodríguez Zapatero, ante la ONU: “El mayor riesgo de una victoria de los terroristas se produce cuando para luchar contra el terror la democracia traiciona su propia esencia, los estados limitan las libertades, cuestionan las garantías judiciales o realizan operaciones militares preventivas” .
La reelección, el pasado 28 de mayo, de Álvaro Uribe Vélez para dirigir el país durante cuatro años más va a suponer “la permanencia o profundización de la política de `seguridad democrática’, con lo que ella tiene de alejamiento de la solución política negociada al conflicto, de una lógica de guerra, de violaciones a los derechos humanos, de mantenimiento del modelo neoliberal, con aumento de la inequidad y la pobreza, y en general con la consolidación de un entorno autoritario y mesiánico propios del régimen actual. (...) Lógicamente se reforzará el apoyo del gobierno norteamericano al régimen, por su doble condición de aliado en las guerras santas del imperio; el `terrorismo’ y las `drogas’, por un lado, pero también por el creciente papel de punta de lanza o muro de contención frente a los nuevos gobiernos de América Latina.
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