• Asignatura: Castellano
  • Autor: FacuGraffigna
  • hace 6 años

Resumen del libro "El caballo de Porcelana" ​

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Respuesta dada por: vjhghghgjhghjh
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Resumen del libro "El caballo de Porcelana" ​

Explicación:

Cuando mi padre murió, yo hacía cinco años que no lo veía. Se había ido en barco, y durante los meses que siguieron a su partida escribió unas cartas que luego se convirtieron en postales y al fin en vagos telegramas, hasta que el correo cesó por completo.

Con otra persona se hubiera pensado: “Algo malo debe haberle ocurrido”. Con él no. La ausencia era un rasgo de su carácter. Cumplí 18 años un jueves de diciembre de 1980: el lunes siguiente llegó una carta escrita por el capitán de un barco de la marina mercante: mi padre había muerto en un hotel de Génova.

A comienzos de marzo fui a buscar las notas. Una multitud llenaba el hall: algunos saltaban y daban gritos de alegría y otros, la mayoría, se sentaban abatidos en las escaleras o deambulaban por los pasillos como sonámbulos.

Era difícil distinguir a los más exaltados de los más tristes, porque el llanto era el mismo. En unas infinitas planillas, pegadas con cinta scotch en las paredes, encontré mi nombre y el puntaje: 170 sobre 200. Un promedio alto, que me aseguraba el ingreso. Yo no salté ni abracé a nadie.

Apenas llegué a casa me puse a pensar en las dificultades que me esperaban: cómo haría para estudiar y trabajar a la vez. Tenía que mantener la casa, pródiga en caños agujereados, cables viejos y goteras tan entusiastas que hasta prescindían de la lluvia.

Debía además comprar muchos libros: los más caros eran los de anatomía. Pasaba las noches preguntándome hasta cuándo podría seguir con la carrera. Fue entonces cuando llegó la valija.

Era una valija de cuero negro de las viejas; en una etiqueta estaba el nombre de mi padre. Yo me quedé un rato quieto sin animarme a abrirla. Por mucho que nos impongamos el escepticismo, la esperanza se abre paso, tenaz, por donde puede.

Cómo no desear que adentro hubiera algo que me salvara: un puñado de billetes, un reloj de oro, cualquier cosa que pudiera vender, o quizás -pero esto era pedir demasiado- una carta donde mi padre explicara su larga huida por el mundo, que la muerte había perfeccionado.

Recordé un refrán que decía mi tío Franco: “La vida siempre tiene la última palabra”, y le dejé a la valija la palabra final. Puse la llave y la abrí.

En el desorden provocado por las largas peripecias y los bamboleos del barco, había una serie de objetos sin sentido ni valor: un libro escrito en francés, un pequeño frasco de tinta verde, unas viejas cartas con sus sobres, atadas con una cinta amarilla; una mano con articulaciones, como las que usan de modelo los pintores; algunas monedas de distintas épocas y países, envueltas en un paño negro; una muñeca japonesa de madera. Las cartas estaban escritas en alemán y eran de una mujer desconocida; nunca supe qué decían.

Lo más extraño de todo era un caballo de ajedrez de porcelana blanca. A un lado de la cabeza tenía pintado un único ojo azul

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