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Rosita, la Linda Encajera, cuya memoria conservan todavía1 algunos ancianos de la villa de Oropesa,2 que admiraron su peregrina hermosura, la bondad de su carácter y las primorosas labores de sus manos, fue el ángel tutelar de mi dichosa infancia. Su cariño, su ternura y solicitud maternales eran sin límites para conmigo, y yo le daba siempre con gozo y verdadero orgullo el dulce nombre de madre. Pero ella me llamó solamente «el niño», menos dos o tres veces en las que la palabra «hijo» se le escapó, como un grito irresistible de la naturaleza, que parecía desgarrar de un modo muy cruel sus entrañas.
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Vivíamos solos en un cuarto o tienda del confín del Barrio de los Ricos, hoy de Sucre, sin más puertas que la que daba a la calle y otra pequeña, de una sola mano, en el rincón de la izquierda de la entrada. Una tarima, que era nuestro estrado y servía de noche para hacer la cama; una larga mesa sobre la que Rosita planchaba ropa fina de lino, albas y paños de altar; una grande arca ennegrecida por el tiempo; dos silletas de brazos con asiento y espaldar de cuero labrado; un banquito muy bajo y un brasero de hierro, componían lo principal del mueblaje de la habitación. Las paredes, pintadas de tierra amarilla, estaban decoradas de estampas groseramente iluminadas, entre las que resaltaba una pintura original, obra de no muy torpe como atrevida mano, que representaba la muerte de Atahualpa. En la pared fronteriza a la puerta, como en sitio de preferencia, había además un cuadro al óleo, de la Divina Pastora sentada, con manto azul, entre dos cándidas ovejas, con el niño Jesús en las rodillas. La puertecita de la izquierda conducía a un pequeño patio enteramente cerrado por elevadas tapias, y en el que un sotechado servía de despensa y de cocina.
Rosita -no creo que me engañen mis recuerdos, ni que mi ternura le preste ahora en mi imaginación encantos que no tenía-, era una joven criolla tan bella como una perfecta andaluza, con larga, abundante y rizada cabellera; ojos rasgados, brillantes como luceros; facciones muy regulares, menos la nariz un tanto arremangada; boca de flor de granado; dientes blanquísimos, menudos, apretados, como sólo pueden tenerlos las mujeres indias de cuya sangre debían correr algunas gotas en sus venas; manos y —3→ pies de hada; talle airoso y gentil que, sin el recato que observaba en todos sus movimientos y la hacía presentarse un poco encogida, le hubiera envidiado la mujer más presumida, esbelta y salerosa de la Península. Su voz, que tomaba fácilmente todas las inflexiones de la pasión, era de ordinario dulce y armoniosa como un arrullo. Había recibido, en fin, la educación más esmerada que podía alcanzarse en aquel tiempo.
Vestía uniformemente basquiña de merino azul hasta cerca del tobillo; jubón blanco de tela sencilla de algodón, muy bordado, con anchas mangas que dejaban ver los brazos hasta el codo; mantilla de color más oscuro, con franjas de pana negra, prendida con grueso alfiler de plata Sus hermosos cabellos, recogidos en dos trenzas, volvían a unirse a media espalda, anudados por una cinta de lana de vicuña con bonitas de colores. Por todo adorno llevaba grandes aretes de oro en sus delicadas y diminutas orejas y un anillo de marfil encasquillado, en el dedo meñique de la mano izquierda. Sus pies calzados de medias listadas del mismo color predilecto del vestido, se ocultaban en —4→ zapatitos de cuero embarnizado, con tacones encarnados. Me parece que la veo y la oigo, ahora mismo con embeleso, como acostumbraba al despertarme de mi tranquilo sueño. Limpia, aseada, después de haberlo ordenado todo en nuestra habitación, está sentada a la puerta, en su banquito, con la almohadilla de encajes por delante; pero sus ágiles dedos se entorpecen poco a poco hasta abandonar lánguidamente los palillos y se cruzan sobre una de sus rodillas; sus bellos ojos buscan no sé qué en la parte de cielo que se descubre más allá de los techos de un feo caserón del otro lado de la calle; canta a media voz para interrumpir mi sueño, en la lengua más tierna y expresiva del mundo, el yaraví de la despedida del Inca Manco, tristísimo lamento dirigido al padre sol, de lo alto de las montañas del último refugio, demandando la muerte para no ver la eterna esclavitud de su raza; gotas del llanto que fluye sin sentirlo, ruedan una tras otra por sus pálidas mejillas..
Explicación:
Espero que te ayude