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Es de sobra conocida la relación que Ludwig Wittgenstein estableció entre ética y estética, si bien el filósofo no podía ni imaginar el uso que en la actualidad se hace de tales conceptos. La ética tiene como objeto de estudio la moral y la acción humana, mientras que la estética es la rama de la filosofía que tiene por objeto el estudio de la esencia y la percepción de la belleza como aproximación al arte. Lo ético y estético están de muchas formas relacionados en el quehacer diario de las personas, pero el problema surge cuando en su última definición de lo que es ético y estético, surge la hipocresía, la doble vara de medir y, sobre todo, manipulación mediática. Si este cóctel se adereza con la ideológica, surge un juicio popular que distingue a las personas y las clasifica, de tal modo que el buen actuar de unos se ve pésimo en otros, y todo ello desde una pretendida superioridad moral ideológica. Así por ejemplo lo que para unos es plagiar para otros es enriquecer una obra previa, lo que para unos es estar próximos a una determinada ideología política para otros es un ejercicio de pragmatismo social y proximidad a la realidad social, lo que para unos es un error garrafal para otros es una pequeña falta excusable, lo que para unos es una broma para otros es un chiste machista, etc. Resulta asfixiante esta asimetría valorativa conductual contra la cual es muy difícil defenderse y superar. Hace poco escribí un artículo sobre la famosa frase de la mujer del César, la cual debe parecer además de ser, en el que adelantaba que la cuestión estriba en que «parecerlo» es tan subjetivo y maleable que hace que lo leve pasa por ser lo más grave, y viceversa, de tal suerte que el parecer popular sea una suerte de canon estético que se decide en lugares del poder real, que hoy por hoy es el que incide en la conformación de la opinión pública. En la antigua Roma ya el rumor y la mentira conducían a la turba contra los cristianos acusándolos del incendio de la ciudad, y en la Rusia zarista el asesinato de Alejandro II dio lugar a una dura represión contra los judíos al atribuirles la responsabilidad del magnicidio. Resulta increíble lo fácil que es deshonrar a alguien hoy en día, y lo difícil que es defenderse de los infundios y mendacidades. Cuando para zaherir a alguien es necesario acudir a la estética, pocos argumentos se tienen. Miente, que algo queda, la vieja máxima de Goebbels es el mejor retrato que existe del infundio, que a menudo se conforma con sembrar la duda sobre el difamado e ir socavando poco a poco su prestigio personal. En España utilizamos la expresión «cuando el río suena es porque agua lleva», muy usada por los difamadores para otorgar una falsa veracidad al infundio apelando a su mera existencia, aunque sean ellos mismos los que lo han creado. Todos cometemos errores, mas con desigual suerte en sus consecuencias, las cuales están determinadas por lo que parece frente a lo que es.