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Esta leyenda me la contaron de dos maneras. Una me gustó más que la otra. En la primera versión, había un luminoso indio guaraní que atraía admiración, odios y amores.
Se llamaba Isondú. Era de esas personas que hacen que parezca fácil cazar bien, pescar aun mejor y gustarles a todos. O a casi todos.
Porque Isondú llegaba y las jóvenes no buscaban excusas para acercarse. Simplemente venían a mirarlo, a conversar con él.
Y lo rodeaban los amigos. Siempre, donde estaba Isondú había acción y risas.
No era su intención, pero se destacaba de los demás. Como si tuviera una luz acompañándolo, dándole protagonismo.
Los que no se agrupaban junto a Isondú, los que no lo querían, empezaron a sentir que se perdían en su sombra. Se quedaban mirándolo, en la oscuridad. Primero solos, impotentes. Después juntos, envalentonados, compartiendo envidia.