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México atraviesa por tres procesos simultáneos que se retroalimentan. Primero que nada, el país experimenta una larga transición económica, política, social y demográfica sin que nadie lo conduzca, pero que tiene consecuencias en todos los ámbitos. En segundo lugar, sostiene una difícil relación con Estados Unidos, su principal socio comercial, hasta ahora a través del Tratado de Libre Comercio (TLC), su principal fuente de estabilidad y certeza jurídica. Finalmente, en julio próximo, la ciudadanía votará por un nuevo presidente en un contexto de violencia física y política y un gran enojo en el electorado. Cada uno de estos asuntos entraña sus propias dinámicas que, al interactuar, generan desajustes y choques de expectativas.
Es frecuente comparar los cambios que ha experimentado México en las últimas décadas con la transición política española. Según esa lógica, al adoptar mecanismos democráticos y elegir libremente a los gobernantes, el país se transformaría, creando un nuevo entramado de participación política y rendición de cuentas. La historia de las pasadas décadas muestra cuánto más grandes son las diferencias que las similitudes: para comenzar, en España la muerte de Franco determinó el inicio de una nueva era política; en el caso de México, no se trató de una persona, sino de un régimen político personificado por el PRI, un sistema de control que ha tenido una extraordinaria capacidad de adaptarse a los tiempos, por lo que nunca se ha ido. De esta forma, los mexicanos hemos visto un proceso de cambio político que ha sido reactivo en naturaleza, sin que nunca se presentara una definición clara y consensuada respecto al final del modelo. En consecuencia, aunque se han adoptado diversas iniciativas en materia electoral, de transparencia y de justicia, incluyendo a las formidables instituciones electorales, el sistema político sigue atrincherado y protegido respecto a la ciudadanía. En lugar de abrirse a una competencia real, el PAN y el PRD (en su momento los partidos en segunda y tercera posición) fueron incorporados en el sistema de privilegios que caracterizó al viejo régimen. Años después, sobre todo ahora, en un entorno de conflicto, rispidez y disputa sobre el futuro del país, la falta de coherencia entre las ambiciosas y consistentes reformas económicas con las reformas políticas, que siempre fueron casuísticas y reactivas, han venido a crear el ambiente de tensión que hoy se vive.
La disputa electoral tiene personajes específicos que representan dos paradigmas contrastantes. Andrés Manuel López Obrador, quien, en su tercer intento, encabeza las preferencias electorales, se distingue de los otros cuatro candidatos (José Antonio Meade, Ricardo Anaya, Margarita Zavala y Jaime Rodríguez, “el Bronco”) en que su proyecto constituye un rompimiento con el paradigma de gobierno y desarrollo que ha caracterizado al país desde los ochenta. Se contraponen dos perspectivas sobre el futuro del país que comenzaron en los años sesenta del siglo pasado: por un lado, la visión nacionalista revolucionaria que representa López Obrador y que ganó la primera etapa de aquella disputa en los setenta; y el modernizador que tomó control de la presidencia desde 1982 a la fecha. Más allá de los atributos específicos de cada uno de los cinco candidatos, la contienda se reduce a dos visiones distintas que se matizan por las personalidades e historias de cada uno de ellos.