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nose
de San Benito, y el coche debe de ser de alguna gente pasajera. Mire que digo que mire bien lo que
hace, no sea el Diablo que le engañe.
—Ya te he dicho, Sancho —respondió don Quijote—, que sabes poco de achaque de aventuras:
lo que yo digo es verdad, y ahora lo verás.
Y, diciendo esto, se adelantó y se puso en la mitad del camino por donde los frailes venían, y en
llegando tan cerca que a él le pareció que le podrían oír lo que dijese, en alta voz dijo:
—¡Gente endiablada y descomunal, dejad luego al punto las altas princesas que en ese coche
lleváis forzadas; si no, aparejaos a recibir presta muerte, por justo castigo de vuestras malas obras!
Detuvieron los frailes las riendas, y quedaron admirados, así de la figura de don Quijote como
de sus razones, a las cuales respondieron:
—Señor caballero, nosotros no somos endiablados ni descomunales, sino dos religiosos de San Benito
que vamos nuestro camino, y no sabemos si en este coche vienen o no ningunas forzadas princesas.
—Para conmigo no hay palabras blandas; que ya yo os conozco, fementida canalla —dijo don Quijote.
Y sin esperar más respuesta picó a Rocinante y, la lanza baja, arremetió contra el primero fraile,
con tanta furia y denuedo, que si el fraile no se dejara caer de la mula él le hiciera venir al suelo mal
de su grado, y aun mal herido, si no cayera muerto. El segundo religioso que vio del modo que
trataban a su compañero, puso piernas al cast