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2018, la Unidad de Víctimas registró un significativo aumento de desplazamientos masivos y el número de víctimas de minas antipersonal y de artefactos explosivos se triplicó.
A esta tendencia, se suma una vergonzosa lista de abusos que parecen lejos de acabarse: homicidios selectivos, amenazas, desapariciones, violencia sexual, uso de menores de edad por parte de todos los actores armados, irrespeto a la Misión Médica, entre otros.
Solo el año pasado, ayudamos a más de 170 familias a cubrir los gastos fúnebres de su ser querido fallecido en medio del conflicto. Si bien mantendremos el apoyo y la orientación a las víctimas en la medida de nuestras capacidades, el Estado debe actuar con diligencia para detener este caudal incesante de violencia.
Aislados del debate público, para los habitantes de la Colombia que aún vive la violencia, las promesas de una vida mejor suenan muy lejanas. Por eso es tan importante que el Estado tenga una presencia integral, más allá del pie de fuerza, en las regiones donde más se lo necesita.
Los portadores de armas, por su parte, deben asegurar que sus integrantes respeten a la población civil y la mantengan al margen de las hostilidades.
Por otra parte, en 2018 registramos abusos generados por pandillas, 'combos' y 'parches', que ejercen control social y diversas formas de violencia armada en barrios de zonas urbanas y en sus periferias. Buenaventura, Tumaco, Quibdó, Medellín, Cali y Cúcuta son seis ciudades donde trabajamos sin descanso y somos testigos del impacto de la convivencia entre 'viejas' guerras y nuevos actores armados.
Como organización humanitaria, seguimos comprometidos con las víctimas, pero nuestro apoyo puntual nunca será suficiente. Para que la esperanza no se vuelva humo, es indispensable el rechazo de todo el país hacia las persistentes violaciones a las normas humanitarias.