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Particularmente, no encuentro objeción alguna razonable —ni teórica ni práctica— a un planteamiento de este estilo. Sé que por siglos, el tema o problema de la vida cotidiana,1 fue ignorada formalmente como objeto de consideración cultural y —consecuentemente— de reflexión filosófica. Se pensaba —explícita o implícitamente— que una vida así no merecía ser incorporada entre los modelos de vida o marcos de referencia cualitativamente mejores buscados por casi todos los seres humanos, y entre los que se encontraban —ahora también— los de la ética del honor y del poder,2 de la fama y la riqueza,3 del predominio de la razón y de la ciencia,4 etcétera, o —en el mundo cristiano durante siglos— el apartamiento del mundo por motivos casi siempre ascéticos y religiosos. En universos así hablar de la vida ordinaria como queremos hacerlo aquí, carecía —y puede carecer— de sentido.
La tesis que aquí defiendo es diferente: considero que la vida cotidiana, la de todos los días, la del ciudadano común y corriente, está dotada del suficiente peso ontológico para ser estudiada como un marco de referencia legítimo para el crecimiento personal y social de cualquier ser humano, ya que por él discurre —de una o de otra manera— la vida de casi todos los hombres. Por sus virtualidades y riqueza, responde al tipo de vida que merece ser vivida en plenitud, porque constituye el ámbito propio en el que fluye nuestra propia vida, la vida diaria, la familiar, la del trabajo cotidiano, la de las relaciones sociales, amistades y lazos solidarios, en donde descubrimos —generalmente— las oportunidades de crecimiento, plenificación, reconocimiento, apertura y ayuda a otros, que todo ser humano en algún sentido desea.