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Las apariencias engañan. Lo decimos y tendríamos que obrar en consecuencia para no dejarnos llevar por apreciaciones ingenuas. Pero además deberíamos saberlo, de verdad, para no sucumbir culpablemente –dicho al modo kantiano- ante injustificables prejuicios. Nos referimos a prejuicios sobre los otros diferentes, enraizados en el imaginario social y que son difíciles de erradicar por lo que supondría de autocrítica. Revisarlos es cuestionar estereotipos con los que enjuiciamos a los individuos en función de la adscripción a un colectivo, el cual identificamos mediante rasgos con frecuencia negativos, que los estigmatizan. Este comportamiento, que denota falta de conocimiento crítico de la realidad –de los otros y de la propia-, no se compadece ni con la exigencia moral de respeto a cualquier ser humano, ni con la obligación política, fundamental en un Estado democrático de derecho, de tratar a todas las personas sin discriminación alguna por motivo de raza, sexo, cultura, religión, ideología o clase social. Los derechos humanos universales, y más en una democracia que los reconoce como fundamentales, demandan la voluntad ética, política y jurídica de acabar con esas discriminaciones y el compromiso de eliminar los prejuicios que las alientan. El listón del derecho ha de servir para elevar las pautas de las conductas que se dan de hecho.
Esta reflexión viene a cuento del requerimiento que ha hecho a España el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas, recientemente hecho público, para que no se den en nuestro país actuaciones policiales basadas sin más en el color de la piel. El dictamen de dicho organismo hace hincapié en que tal proceder entra en contradicción con una política de lucha contra la discriminación racial, contribuyendo a propagar actitudes xenófobas. Tal requerimiento ha venido suscitado por un caso ocurrido hace 17 años: Rosalind Williams, ciudadana española de raza negra, fue conminada por la policía a identificarse, sólo ella –ni siquiera su marido, blanco y de apariencia “normal”- entre decenas de personas en el lugar de los hechos. No hay que hacer muchas elucubraciones para vislumbrar que la motivación vino dada por el color de esa mujer, que bastó para que fuera percibida como candidata a expediente de expulsión como inmigrante irregular.El caso rodó por instancias administrativas y judiciales españolas, hasta llegar sin éxito al Tribunal Constitucional. Ahora el mencionado Comité de la ONU da la razón a la afectada y hace una advertencia que no debe tomarse a la ligera, máxime en un Estado que suscribió el Pacto Internacional por los Derechos Civiles y Políticos, con un gobierno que ha explicitado su compromiso en defensa de los derechos humanos y que ha anunciado su intención de promover una ley que permita atajar en nuestra sociedad toda forma de discriminación.
Una conducta como la que con razón se descalifica refleja prejuicios que no sólo albergan determinados funcionarios policiales. Por ello es importante que la ciudadanía en su conjunto abandone esos prejuicios que acaban en discriminaciones inadmisibles. Por otra parte, no deja de haber discriminación cuando por su solo aspecto caen bajo infundadas sospechas personas que reciben un trato que no se justifica por no tener papeles en regla. Así se realimenta la idea prejuiciosa que lleva a considerar al inmigrante, y más en situación irregular, como potencial delincuente.
Desde la ONU se nos urge a lo que estamos convocados por la Constitución: a tratarnos todos por igual desde el respeto a la dignidad de cada uno. Eso implica vivir en democracia en una sociedad pluralista, donde no cabe privilegio por ser español de toda la vida, digamos “español viejo”, como reedición de lo que otrora trataron de definir y acaparar los “cristianos viejos”. En estos momentos, los “españoles nuevos”, sea cual sea su color de piel y recen, si lo hacen, a un Dios que pueden invocar de una u otra manera, tienen derecho a ser tratados como todos los demás. ¡Hemos de tener buen cuidado –dicho sea en año de conmemoración de la expulsión de los moriscos- en no reciclar antiguas historias inquisitoriales en las que se mantuvo bajo sospecha a tantos “cristianos nuevos”, a la postre expulsados! Hoy son esos nuevos españoles los que nos pueden ayudar a reformular un concepto de ciudadanía más inclusivo para articular diversidad cultural y pluralidad nacional en un Estado que sobrelleva seculares crisis de identidad de la sociedad que lo sostiene.
Esta reflexión viene a cuento del requerimiento que ha hecho a España el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas, recientemente hecho público, para que no se den en nuestro país actuaciones policiales basadas sin más en el color de la piel. El dictamen de dicho organismo hace hincapié en que tal proceder entra en contradicción con una política de lucha contra la discriminación racial, contribuyendo a propagar actitudes xenófobas. Tal requerimiento ha venido suscitado por un caso ocurrido hace 17 años: Rosalind Williams, ciudadana española de raza negra, fue conminada por la policía a identificarse, sólo ella –ni siquiera su marido, blanco y de apariencia “normal”- entre decenas de personas en el lugar de los hechos. No hay que hacer muchas elucubraciones para vislumbrar que la motivación vino dada por el color de esa mujer, que bastó para que fuera percibida como candidata a expediente de expulsión como inmigrante irregular.El caso rodó por instancias administrativas y judiciales españolas, hasta llegar sin éxito al Tribunal Constitucional. Ahora el mencionado Comité de la ONU da la razón a la afectada y hace una advertencia que no debe tomarse a la ligera, máxime en un Estado que suscribió el Pacto Internacional por los Derechos Civiles y Políticos, con un gobierno que ha explicitado su compromiso en defensa de los derechos humanos y que ha anunciado su intención de promover una ley que permita atajar en nuestra sociedad toda forma de discriminación.
Una conducta como la que con razón se descalifica refleja prejuicios que no sólo albergan determinados funcionarios policiales. Por ello es importante que la ciudadanía en su conjunto abandone esos prejuicios que acaban en discriminaciones inadmisibles. Por otra parte, no deja de haber discriminación cuando por su solo aspecto caen bajo infundadas sospechas personas que reciben un trato que no se justifica por no tener papeles en regla. Así se realimenta la idea prejuiciosa que lleva a considerar al inmigrante, y más en situación irregular, como potencial delincuente.
Desde la ONU se nos urge a lo que estamos convocados por la Constitución: a tratarnos todos por igual desde el respeto a la dignidad de cada uno. Eso implica vivir en democracia en una sociedad pluralista, donde no cabe privilegio por ser español de toda la vida, digamos “español viejo”, como reedición de lo que otrora trataron de definir y acaparar los “cristianos viejos”. En estos momentos, los “españoles nuevos”, sea cual sea su color de piel y recen, si lo hacen, a un Dios que pueden invocar de una u otra manera, tienen derecho a ser tratados como todos los demás. ¡Hemos de tener buen cuidado –dicho sea en año de conmemoración de la expulsión de los moriscos- en no reciclar antiguas historias inquisitoriales en las que se mantuvo bajo sospecha a tantos “cristianos nuevos”, a la postre expulsados! Hoy son esos nuevos españoles los que nos pueden ayudar a reformular un concepto de ciudadanía más inclusivo para articular diversidad cultural y pluralidad nacional en un Estado que sobrelleva seculares crisis de identidad de la sociedad que lo sostiene.
Danielsti:
muchas gracias
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