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Cuando en 1812 Manuel Belgrano se hace cargo de ese Ejército del Norte ambos próceres se conocen por primera vez. No fue un buen momento entre ambos, se dice que por indisciplina o por acciones de la vida privada de Güemes (¿problemas de mujeres?) Belgrano lo separa de la fuerza y lo traslada a Buenos Aires
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Murieron con tres días y un año de diferencia, en 1820 y 1821. Con sus desapariciones, se puede decir que –simbólicamente− se cierra la llamada década revolucionaria. Es público y notorio que sus personalidades eran muy diferentes. No tanto así su extracción social. La aristocracia salteña de la que formaba parte Güemes conformaba un mismo sector que el de la burguesía criolla emergente a la que pertenecía Belgrano. Pero la ubicación geográfica establecía parámetros de vida completamente distintos, formaciones diferentes. El atildado don Manuel, ex miembro prominente de la burocracia virreinal como jefe del Consulado –por aspecto−, poco tenía que ver con el gaucho del norte, de barba crecida y manos callosas.
Las invasiones inglesas los tuvieron como protagonistas desde muy distintos roles. Uno, como subteniente, realizó algunas acciones arrojadas que mostraron su temple; el otro custodió los sellos reales y se retiró con ellos a la Banda Oriental. Pero ambos se sumaron a las milicias que serían decisivas en adelante, desde aquel 1806 en que todavía se mezclaban los gritos de ¡Viva la patria! con los de ¡Viva el rey!, porque la “patria” era el rey.
La Revolución de Mayo y la guerra de la independencia los lanza a la primera fila. Belgrano, el economista y político, debe forjarse militar “a la carrera”, Güemes en cambio es “hombre de armas tomar” desde muy joven.
Pero la Revolución trae consigo una idea, la idea de cambio; de cambio drástico, profundo, de esos que no tienen retorno. Y la revolución plantea los problemas de fondo−la soberanía popular− y exige “ir al fondo”. Ambos aceptan ese desafío y eso los cruza en la vida. Belgrano, a la cabeza de ejércitos “regulares” –formales−; Güemes, con su división de infernales del Norte; el primero presenta batallas clásicas –Tucumán y Salta, ejército contra ejército−, el otro hace guerrillas y elude los enfrentamientos francos.
En las cuestiones internas tendrán matices: Belgrano, como porteño, se involucra contra los “pueblos libres”; el salteño no deja de exhibir una moderada simpatía por los “federales”. Pero ambos conjuntan sus fuerzas para que el Congreso de Tucumán resulte exitoso. Y desde Cuyo, San Martín festeja la “feliz coincidencia” que hace posible el 9 de julio.
Para realizar cambios de fondo – y más aún, llevar adelante y consolidar verdaderas revoluciones, que es de los que se trata en un país que no detiene su decadencia− es indispensable aceptar la diversidad. Por supuesto que militar en la pluralidad implica honradez, consecuencia, decisión, coraje y entrega. Pero la pasión se mueve en el sentido correcto si la firmeza se sostiene en programas políticos comunes, estrategias directrices, claridad de objetivos y, sobre todo, conducciones capaces: por definición, esas conductas son opuestas a las mezquindades y especulaciones que, lamentablemente, afloran cada vez que se acerca un proceso electoral y hay que discutir cargos.
Lejos de aquellos egoísmos, Güemes y Belgrano, conjuntados en la historia en estos días de junio y merecidamente recordados, son dos de las caras de un proceso con muchas facetas. Sus legados nos abren a la reflexión sobre la riqueza que tuvo la lucha por la independencia americana y sirven para iluminar los desafíos del presente. “¡Es la política, hombre!”, podríamos parafrasear.
Ricardo de Titto es historiador. Autor de Hombres de Mayo y Las dos independencias argentinas (El Ateneo)
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