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En El discurso vacío, Mario Levrero dice que, más que escribir, lo que a él le interesa es recordar, en el sentido de “despertar el alma dormida”, y que sus narraciones son “trozos de la memoria del alma, y no invenciones”. En Ficus sucede algo de eso, solo que esos trozos de memoria se entremezclan con las cavilaciones de un narrador atormentado por la duda, y a veces las dudas son invenciones. Ese narrador no soy yo, pero en la historia universal de las separaciones hay una breve nota al pie en la que se cuenta la mía, o la primera de las mías, esa que puso un punto y aparte en el recorrido de alguien que quería escribir y que para liberarse de las presiones y de las ataduras tuvo que ver y hacer desmoronarse un mundo plagado de certezas. ¿Cómo no rendirle homenaje a esa separación que tanto me dio, no solo dos hijas sino además la posibilidad de un recuerdo de esos que se inscriben en el alma y que de tan hondos son un presente continuo?
Fue esa idea del tiempo la que estuvo en el origen de la escritura de Ficus, no el proyecto de una novela sobre una separación sino la necesidad de experimentar con el lenguaje, de intentar viajar hacia el pasado y el futuro sin temor a perderme. Quizás por eso la novela sucede en un instante, el espacio mismo de la separación, reducido aquí a un pequeño departamento fronterizo en el que es posible ir y venir en el tiempo sin olvidar que hay un presente, que algo está sucediendo y que lo que sigue no es una premonición sino algo que ya ocurrió y que por eso es inexorable.
Quise experimentar y al mismo tiempo alejarme de mi primera novela, Tren eléctrico, también escrita con trozos de la memoria y enmarcada en un tópico ya clásico de la literatura, el vínculo con el padre, pero trazada en línea recta, una línea hecha de fragmentos en los que me resultó difícil, creo, comprender qué ocurría en el alma de los personajes, escritos y reales.
En Ficus, las acciones del afuera son el reflejo inverso de lo que sucede adentro. No era posible, al menos para mí, captar ese instante con una línea recta, necesitaba que todo transcurriera como un flujo sinuoso y envolvente en el que la escritura adoptara el vértigo de un momento detenido, apenas una tarde en la que se condensa el estado interior de los personajes. Pude escribir la primera parte de un tirón, casi sin pausas, con el impulso de lo que fluye de modo incontinente, pero llegó el momento en el que el flujo se detuvo y ya no supe o no pude o las dos cosas. En los decálogos del buen escritor no falta la máxima de la rutina, la imposición de escribir todos los días incluso aunque no haya deseo. El discurso vacío mismo es la imposición de un ejercicio, la confirmación de que para escribir lo que hay que hacer es escribir. De lo contrario caemos en la primera de las obras inconclusas que enumera otro escritor, Édouard Levé, que es la posibilidad, solo la posibilidad, de un libro que describa obras de las que el autor tuvo la idea pero que no realizó.
Iair Kon
Iair Kon
Levrero hace una demostración práctica de que es posible escribir en cualquier circunstancia, incluso rodeado de la familia, el perro y la gente que toca el timbre. Creo haber leído en algún lado que Clarice Lispector, una parte fundamental de Ficus, algo así como una enemiga íntima, escribía con sus hijos al pie de la cama. Bueno, ya sea por el ruido exterior o interior o porque no encontraba cómo seguir, yo no pude y necesité cambiar el espacio, encontrar una dimensión suspendida que me permitiera pasar a la siguiente línea. La encontré en Parque Patricios, en la casa de una gran escritora, Raquel Robles, que preparó su estudio como si fuera la habitación de una residencia literaria, compartió conmigo mates, almuerzos, cenas y desayunos y prácticamente sin hablar de Ficus me dio el espacio para encontrar algo que todavía no había visto, que es esa dimensión inmaterial en la que entra el personaje y que le permite entender, de algún modo, por dónde es la salida.
Necesité tomar distancia de mis lugares comunes, en todos los sentidos en que se quiera entenderlo, del mismo modo en que ya había tomado distancia de esa separación que había ocurrido una década atrás. La lejanía me dio la posibilidad de recuperar esa memoria del alma de la que habla Levrero y de no confundirla con la memoria que ordena las cosas y los hechos como en un catálogo y que luego intenta interpretarlos.
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