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Extrañamente, la guerra fría proveyó una especie de estabilidad. El peligro del extranjero contenía nuestras propias frustraciones y fragmentaciones internas. Aún hay peligro en el extranjero, pero el enemigo ha desaparecido. Y también, aparentemente, el relativo consenso político del cuerpo democrático.
La predicción de que el rompimiento del bloque comunista tendría también un efecto negativo sobre los partidos del ala izquierda en otros países, particularmente en Europa Occidental, se ha cumplido. En las recientes elecciones de Francia, el Partido Socialista, cuyo líder Francois Mitterrand ha sido presidente del país desde 1981, obtuvo su más baja votación en 25 años. El Partido Social-Demócrata de Suecia, que gobernó ese país casi sin interrupción durante décadas, perdió su poder el año pasado. En las elecciones parlamentarias de Italia a principios de abril, el partido comunista más fuerte de Europa desde finales de la segunda guerra perdió la mitad de su apoyo a pesar de cambiar su nombre a Partido Demócrata.
La guerra fría terminó por el derrumbe de uno de sus contendientes. El proceso de reformas iniciado por Gorbachov en 1985 precipitó una dinámica que terminó llevándose por delante la propia existencia del estado fundado por Lenin.