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Explicación:
magina un tranvía desbocado y sin frenos que se dirige hacia cinco trabajadores que están en la vía. No puedes avisarles y tampoco puedes parar el tren, pero sí puedes accionar una palanca que lo desviará hacia otra vía. Allí hay otro trabajador, pero está solo. ¿Debes apretar la palanca?
Este es el dilema del tranvía, cuya primera versión presentó la filósofa Philippa Foot en un artículo de 1967. Desde entonces se ha convertido en uno de los problemas éticos más debatidos y con más variantes. La mayor parte de la gente a la que se le plantea esta pregunta contesta que sí se debe accionar la palanca.
Una de las variantes más conocidas la propuso otra filósofa, Judith Jarvis Thomson, en un artículo de 1985. En este caso estás en un puente y ves cómo el tranvía se dirige hacia esos cinco trabajadores. Siendo como eres un experto en tranvías, en seguida te das cuenta de que solo hay una forma de detenerlo: empujando a un tipo corpulento que está a tu lado. Él morirá, pero al menos los otros cinco salvarán sus vidas.
En este caso, la mayor parte de la gente que contesta que no es permisible empujar a una persona. Y eso a pesar de que también estamos hablando de sacrificar una vida para salvar otras cinco.
McGeddon / Wikimedia
¿Por qué reaccionamos de forma tan diferente a estas dos situaciones?
Este dilema se ha planteado en muchas ocasiones. Por ejemplo, en el Test de Sentido Moral de la Universidad de Harvard, al que han contestado más de 200.000 personas. Según recoge David Edmonds en su libro Would You Kill The Fat Man?, el 90% de las personas que han contestado a este test accionaría la palanca, pero el 90% se niega a empujar al "hombre gordo", como lo describía Thomson.
Como a mucha gente le parece mal empujar a un tipo a la vía y encima criticar su aspecto físico, algunos experimentos se refieren a un hombre con una mochila muy pesada. Por ejemplo, los del neurocientífico Joshua Greene, que usó resonancias magnéticas para mostrar que en el primer escenario se activan regiones del cerebro asociadas al razonamiento, mientras que cuando se propone empujar a alguien las regiones activadas son las relacionadas con la emoción.
Según su trabajo, tendemos a censurar acciones dañinas que suponen la aplicación de fuerza de modo personal. Por ejemplo, vemos peor empujar a una persona que accionar una trampilla para que caiga a la vía. También nos parece peor que el daño sea un medio para obtener un fin, como empujar a esa persona para parar el tren, que no una consecuencia imprevista, como si hacemos que caiga al tropezar con ella de camino a la palanca.
Greene es muy cauto con estos resultados. Esta sensibilidad puede reflejar simplemente “las limitaciones de nuestra arquitectura cognitiva, más que una verdad moral profunda”. Es decir, que consideremos permisible el primer escenario y no el segundo no significa que esta evaluación sea correcta. Del “es” no se deduce necesariamente el “debe ser”, como ya explicó David Hume hace tres siglos. Hay que explicar esta diferencia y ver si nuestras intuiciones morales son o no acertadas.
La diferencia entre causar un mal y dejar que ocurra
Una posible explicación a la diferencia entre los dos escenarios la dio hace ocho siglos Tomás de Aquino, cuando defendía que matar en defensa propia es moralmente aceptable. En este caso, el resultado es previsible, ya que sabemos que morirá otra persona, pero nuestra intención no es la de matar, sino salvar nuestra vida.
Se trata de la llamada doctrina del doble efecto y da importancia a la intención. Si la aplicamos al dilema del tranvía, vemos que en el primer caso solo queremos desviarlo. Si el hombre se aparta, tanto mejor. En cambio, en el segundo escenario tenemos la intención de usar al hombre para detener el tren.
Esta doctrina se aplica hoy en día. Por ejemplo, en determinadas circunstancias un médico puede administrar medicación para reducir el dolor a una persona que está muriendo, a pesar de que esta medicación pueda acelerar su muerte. Pero lo que no puede hacer es inyectarle morfina con el objetivo de matarle.
Sin embargo, Philippa Foot cree que esta doctrina es imperfecta. Para ella, tenemos deberes positivos, como ayudar a los demás, y deberes negativos, como no interferir en las vidas ajenas (tirando a la gente por un puente, por ejemplo).
En el primer escenario, las dos opciones son dejar que muera uno o dejar que mueran cinco. Además, en su versión conducimos el tren y no accionamos una palanca. Es decir, no podemos quedarnos al margen. En casos como el segundo, el deber positivo de salvar a cinco personas está en conflicto y superado por el deber negativo de no hacer daño a otra.