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Cuando éramos estudiantes universitarios en Bogotá pertenecíamos a la brigada juvenil de la Sociedad Económica de Amigos del País que había fundado y presidía el doctor Carlos Lleras Restrepo. Nos coordinaba Fabio Lozano Simonelli, y fuimos jóvenes ávidos de aprender sobre la realidad colombiana, sus defectos, sus virtudes y su forma de andar en los vericuetos públicos. Allí, en medio de notables conferencistas donde aprendimos mucho, escuchamos muchas veces a ese gran senador que tuvo La Guajira, Eduardo Abuchaibe Ochoa, quien trabajó tanto por su tierra, pero que se quejaba con frecuencia que cada vez que lograba aprobar una partida presupuestal para mejorar las condiciones de vida, en algún aspecto, de su árida y polvorienta población, siempre el ministro de Hacienda de turno en la ejecución presupuestal recortaba dichas partidas, y a veces las destinaba a necesidades y proyectos del Eje Cafetero del país.
Igualmente, a Diego Luis Córdoba, el negro grande, senador del Chocó –como le apodaban–, muchas, pero muchas veces, le escuchamos quejarse de que, por más que luchaba por posicionar a su departamento entre las prioridades económicas de los gobiernos de turno, algo se atravesaba y daba al traste sus propósitos. Nunca se nos olvidarían estas quejas justificadas que hoy se siguen reflejando en una realidad que debería avergonzar a todos los gobiernos que han pasado por el Palacio de Nariño. Porque la verdad sea dicha: todos han prometido y muy pocos cumplieron. Y en la vorágine del progreso, año tras año, mientras que grandes regiones de Colombia obtuvieron altos índices de desarrollo y progreso, La Guajira y el Chocó se fueron quedando rezagados, esperando, siempre esperando, con la mano tendida, casi mendigando, las limosnas para su desarrollo.
Hoy, para no hablar sino de La Guajira, el país no encuentra una explicación coherente de que todavía, cincuenta años desde que se prometieron obras vitales como los acueductos altamente técnicos, la gente continúe muriéndose de sed, los niños desnutridos pasen un hambre inconfesablemente de vergüenza y la ley se pasee como ausente, exótica, entre esos paisajes hermosos, esas brisas cálidas y esos horizontes infinitos, permitiendo que inescrupulosos, políticos, ladrones y gobernantes ineptos, se hayan podido robar los miles de millones en regalías que decretaron las leyes de Colombia. Es un caso inaudito de nuestra historia donde podemos apreciar que, para este caso, en todos estos años para nada han servido la Procuraduría, ni la Fiscalía, ni la Contraloría, con excepción de la gigante labor que adelanta el actual titular Maya Villazón.
Para rematar, como si fuese algo natural y lógico, la prensa registra en estos días la mortandad creciente de niños desnutridos que, además, son violados por parientes cercanos y, como si fuese el gran regalo de los siglos, aparecen los camiones llevando agua a remotos rincones. Colombia entera no entiende este olvido de años y centurias, ese abandono, esa desidia, esa indiferencia y desprecio. El país, atónito, se pregunta quiénes firmaron recibo de las regalías para que respondan rubro por rubro. Y pregunta también cuántos de los cientos que deberían estar tras las rejas hoy disfrutan de sus riquezas que huelen a cloaca.