Un compromiso de hacernos la señal de la cruz en situación particular
doy Corona ala mejor respuesta
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Las personas consagradas, contemplando el rostro crucificado y glorioso1 de Cristo y testimoniando su amor en el mundo, acogen con gozo, al inicio del tercer milenio, la urgente invitación del Santo Padre Juan Pablo II a remar mar adentro: «¡Duc in altum!» (Lc 5, 4). Estas palabras, repetidas en toda la Iglesia, han suscitado una nueva gran esperanza, han reavivado el deseo de una más intensa vida evangélica, han abierto de par en par los horizontes del diálogo y de la misión.
Quizás nunca como hoy la invitación de Jesús a remar mar adentro aparece como respuesta al drama de la humanidad, víctima del odio y de la muerte. El Espíritu Santo actúa siempre en la historia y puede sacar de las desdichas humanas un discernimiento de los acontecimientos que se abre al misterio de la misericordia y de la paz entre los hombres. Efectivamente, el Espíritu, desde el mismo desconcierto de las naciones, estimula en muchos la nostalgia de un mundo distinto que ya está presente en medio de nosotros. Lo asegura Juan Pablo II a los jóvenes cuando los exhorta a ser «centinelas de la mañana» que vigilan, fuertes en la esperanza, en espera de la aurora.2
Ciertamente los dramáticos sucesos en el mundo de estos últimos años han impuesto a los pueblos nuevos y más fuertes interrogantes que se han añadido a los ya existentes, surgidos en el contexto de una sociedad globalizada, ambivalente en la realidad, en la cual «no se han globalizado sólo tecnología y economía, sino también inseguridad y miedo, criminalidad y violencia, injusticia y guerras».3
En esta situación el Espíritu llama a las personas consagradas a una constante conversión para dar nueva fuerza a la dimensión profética de su vocación. Éstas, en efecto, «llamadas a poner la propia existencia al servicio de la causa del Reino de Dios, dejándolo todo e imitando más de cerca la forma de vida de Jesucristo, asumen un papel sumamente pedagógico para todo el Pueblo de Dios».4
El Santo Padre se ha hecho intérprete de esta esperanza en su Mensaje a los Miembros de la última Plenaria de nuestra Congregación: «La Iglesia —escribe— cuenta con la dedicación constante de esta multitud elegida de hijos e hijas, con ansias de santidad y con entusiasmo de su servicio, para favorecer y sostener el esfuerzo de todo cristiano hacia la perfección y reforzar la solidaria acogida del prójimo, especialmente del más necesitado. De este modo, se reafirma la presencia vivificante de la caridad de Cristo en medio de los hombres».5