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El 9 de abril de 1948 después del mediodía asesinaron, en el centro de Bogotá, a Jorge Eliécer Gaitán, un caudillo liberal carismático, controvertido y que había sido casi todo en la política de su país. Arrastraba a millones, tenía una oratoria incendiaria y sus discursos causaban un fuerte impacto, especialmente en la oligarquía colombiana, a la que fustigaba sin compasión, y en los conservadores, sus adversarios políticos de siempre. A nadie dejaba indiferente su vehemencia y la pasión con la que exponía de sus ideas. Fue, quizá sin saberlo, uno de los primeros populistas del siglo XX. Cuando lo mataron, Gaitán tenía numerosos enemigos en la sociedad colombiana de entonces, pero también en el exterior. Eran los tiempos de la Guerra Fría y América Latina era el patio trasero de unos Estados Unidos que no pensaban dejar que el comunismo floreciera en las puertas mismas de su nación. Gaitán pudo haber sido asesinado por cualquiera de esos enemigos; su magnicida, Juan Roa Sierra, fue despedazado tras el crimen por una turba irracional, desenfrenada y salvaje tras el crimen. De su forzado silencio nacieron numerosas elucubraciones, teorías fantasiosas, tramas novelescas y absurdas conspiraciones. Pero nada de nada es serio y cierto, sólo la sombra de la duda y la sospecha de la traición más cercana.
Una vez muerto Gaitán, Colombia despertó por un instante fugaz con una ira, un odio y una violencia irracional que quizá dormía desde hacía siglos escondida en la lacerante noche de los tiempos en que se veía sumida esta nación siempre alertagada, aplatanada, sometida y oprimida por los poderosos. El Bogotazo destruyó una buena parte del patrimonio histórico de la capital, causó miles de muertos, llevó a Colombia al borde de la guerra civil, sembró las semillas para una violencia que dura hasta hoy y destrozó las expectativas para que el país se hubiera convertido en un sistema político moderno, desarrollado y civilizado.