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Como es bien sabido, el Papado y el Estado italiano tenían un grave contencioso no resuelto por la incorporación de los Estados Pontificios a la nueva Italia. La Iglesia no había reconocido al Reino de Italia. Mussolini estaba dispuesto a solucionar la cuestión por cálculo político. Era consciente de que la mayoría social italiana era católica y no convenía seguir con la política seguida hasta entonces. Conseguir el apoyo de la Iglesia y de los católicos si se solucionaba el contencioso sería una jugada maestra para consolidar el fascismo. Mussolini siempre fue un oportunista nato, paralelamente, la Iglesia también había comprendido desde el triunfo de la Revolución Rusa de 1917 que había que llegar a acuerdos con el Estado italiano ante su miedo al comunismo. En este sentido es importante citar cómo la revista jesuita La Civiltà Cattolica apoyaba la existencia del fascismo como un mal menor.
Los problemas aparecieron muy pronto a la hora de interpretar algunas cuestiones de los Acuerdos. El Estado fascista italiano y la Iglesia Católica nunca rompieron relaciones pero mantuvieron una tensión creciente durante toda la existencia del primero. Pío XI se alarmó ante el acercamiento de Mussolini a Hitler. En este sentido, publicó una encíclica en 1938 donde establecía la incompatibilidad entre el nazismo y la doctrina católica. La tensión creció mucho a partir de ese año. Algunos creyeron que con el nuevo Papa, Pío XII, las relaciones se romperían pero no fue así. Por su parte, los populares (PPI) de Sturzo siempre sintieron una gran aversión hacia el fascismo y se puede considerar que fueron una clara oposición interna por sus críticas, algo que irritaba sobremanera a Mussolini, que llegó a amenazar en 1932 al Vaticano con lanzar los camisas negras contra ellos si no se les frenaba. Por fin, en 1933 se encarceló a algunos de sus líderes como Donati y De Gasperi.
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