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La repetición de una acción crea en nosotros la disposición o facilidad para la realización posterior de dicha acción. Aunque también la filosofía aristotélica aceptaba la existencia de hábitos referidos a las facultades cognoscitivas y que le permiten al sujeto la adquisición de ciencia, el concepto aristotélico de hábito se aplicaba fundamentalmente al mundo moral: los hábitos eran disposiciones de la voluntad para la buena realización de una acción y se relacionaban con la esfera moral (las virtudes eran los buenos hábitos y los vicios los malos hábitos). Sin embargo, en la filosofía humeana el papel de los hábitos es inverso pues no se relaciona tanto con la moralidad como con el conocimiento. Al igual que el pensamiento aristotélico, los hábitos a los que se refiere Hume no son hábitos del cuerpo sino de la mente, y se producen por la repetición de un acto, repetición que produce una disposición para renovar el mismo acto. Pero Hume sitúa su función explicativa en el tema del conocimiento: sirve para explicar, por ejemplo, nuestras creencias en la existencia de relaciones causales, o nuestra creencia en la existencia de un mundo exterior.
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