¿Por qué en nuestro país, se comercia con los votos de los ciudadanos? Y en muchos casos se justifica esta práctica. Explica.
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Desde el primer trueque de una dracma por un voto en Atenas hace más de 2500 años, los políticos han practicado el arte bien perfeccionado, aunque rudimentario, de la compra de votos. Hoy en día sus incentivos van desde las bebidas alcohólicas, el gas y el dinero en efectivo en Estados Unidos hasta el dinero en efectivo, los granos y las máquinas lavadoras en grandes regiones de África, Asia, América Latina y el Caribe. Sin embargo, la compra de votos no es un fenómeno generalizado en todas partes. Como he señalado en un reciente estudio del BID con Marek Hanusch y Philip Keefer, la práctica corrupta surge a partir de condiciones específicas y prospera en circunstancias que dificultan particularmente su erradicación.
Pensemos en lo que ocurre durante una transición a un gobierno democrático. El dictador muere o es derrocado, la junta cae y los partidos que se constituyen se movilizan ante la expectativa de las elecciones que se celebrarán. Sin embargo, estos partidos son novatos. No tienen un historial en que afirmarse, ni tienen credibilidad y, en muchos casos, tampoco tienen una ideología, es decir nada que ayude al votante a distinguir entre unas formaciones y otras. Aún así, la competencia es feroz. Los políticos recién llegados están decididos a conseguir que sus partidos sean los primeros en entrar en el parlamento. Eso les brinda ventajas en términos de gastos, de patrocinio y de atención de los medios de comunicación, lo que facilitará en gran medida ganar las elecciones en el futuro. ¿Qué hacen estos ambiciosos políticos de partidos que no tienen rostro? Compran votos, como ha ocurrido en numerosas transiciones durante la llamada tercera ola de democratización de los años setenta hasta los años noventa.
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