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Desde la caída del Imperio Romano y hasta el siglo XVI, la esperanza de vida en Europa apenas superaba los treinta años. No había mujer que no viera morir al menos a uno de sus hijos antes de los cinco años, pues cada recién nacido tenía más probabilidades de perecer que de superar el primer lustro de vida.
La organización social favoreció la desigualdad a gran escala, pero la inmundicia y las condiciones higiénicas eran igualmente pobres, tanto para los señores feudales como para los siervos. La concentración de la población en burgos y villas levantadas alrededor de castillos no hacía más que agravar la situación. No existía el drenaje, ni el concepto de basura, los restos de comida se mezclaban con excremento humano en el suelo y los animales portadores de virus y bacterias deambulaban entre los cuerpos humanos durante la noche.
La guerra y la peste eran condiciones frecuentes que reproducían la podredumbre a gran escala. Los cadáveres en descomposición quedaban al exterior por temor a un contagio y al mismo tiempo, significaban un foco de infección que recrudecía con la presencia de ratas y otras alimañas.
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