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En el plano político, el paso a la Edad Moderna se caracteriza por la formación de grandes estados centralizados. Según hemos visto, en la Alta Edad Media Europa era un mosaico de pequeños territorios, sometidos únicamente a la autoridad del señor feudal de turno. Estos territorios se organizaban en una estructura feudal piramidal que culminaba en el rey, pero la autoridad de éste era muy limitada, y no iba más allá de dirigir una rudimentaria política exterior (que consistía esencialmente en reunir a sus caballeros para guerrear contra el reino vecino, o contra los musulmanes, o contra algún vasallo especialmente rebelde, etc.). Además, los reyes consideraban sus dominios como una propiedad personal que podían repartir entre sus hijos, que luego trataban de recomponerlos para volver a repartirlos, en un proceso bastante traumático. A lo largo de la Edad Media esto había ido cambiando. La autoridad de los reyes había ido creciendo a la vez que surgía el concepto de estado indivisible, cohesionado por el sentimiento nacional de sus habitantes. Para acrecentar su autoridad, los reyes se valieron de los conflictos de intereses entre la nobleza, la burguesía y el clero, apoyándose en uno u otro estamento según las circunstancias, pero éstos también obtenían contrapartidas por su apoyo a la monarquía. Estos procesos se canalizaron a través de parlamentos que conferían legitimidad y autoridad a los reyes a la vez que las limitaban. El siglo XV contempló la última etapa de esta evolución que terminó de consolidar monarquías más o menos tambaleantes.
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