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LA ENREDADERA
Piter apareció en casa de ella una tarde de finales de octubre. Llegó sin ser invitado y de forma casual, era el amigo de un amigo que pasaba por allí acompañando a alguien. Tenía aspecto de alma errante, muy delgado y frágil, como una figura de Giacometti que camina por el mundo con lo puesto: una gabardina crema, larga como un día sin luz, y unas botas negras gastadas por el uso, pero tan limpias como si acabaran de salir del escaparate de una zapatería de caballeros. Como un ser casi incorpóreo, entró en su casa calladamente, sin ruido ni apenas explicación, más allá de un “-hola este es Piter, me lo he encontrado en la plaza nueva y me lo he traído, no te importa, ¿verdad?-” y un -“hola, por supuesto, claro que no importa, pasad y sentaos por ahí”.