Respuestas
Respuesta:
Recorriendo ayer el salón de cuadros en el Palacio de la Exposición, después de admirar el magnífico retrato que de la cantatriz Luisa Marchetti pintó en Madrid el ilustre Federico Madrazo, me detuve ante otro retrato de mujer, hecho por humilde pintor peruano conocido con el nombre del maestro Pábulo, y que según entiendo fue hasta 1850, en que murió, el retratista mejor reputado en Lima.
— Yo conozco á esta señora— me dije;— pero no caigo en quién sea... ¿Quién será? ¿Quién será?
Y habría seguido cavilando hasta el fin de mis días a no ocurírseme preguntar al guardián:
—¿Sabe usted, amigo, quién es la persona de este retrato?
— No lo sé, caballero; pero he oído decir que la retratada fue querida de un señor Monteagudo, quien parece que era mucha gente, cuando se juró la patria.
— ¡Acabáramos!— murmuré,— ¡Vaya si la conozco !
Y como alguna vez he escrito sobre Rosa Campusano (la querida de San Martín) y sobre Manuela Saenz (la querida de Bolívar), encuentro lógico borronear hoy algunas cuartillas sobre María Abascal (la querida de Monteagudo).
*
Por los años de 1807 existió, en la calle ancha de Cocharcas (hoy Buenos Aires), la más afamada picantería de Lima, como que en ella se despachaba la mejor chicha del Norte y se condimentaban un seviche de camarones y unas papas amarillas con ají, que eran cosa de chuparse los dedos. Los domingos, sobre todo, era grande la concurrencia de los aficionados al picante y a la rica causa de Trujillo.
La propietaria de la picantería era una mulata de Chiclayo, casada con un lambayecano que trabajaba como ebanista en una fábrica de muebles.
En la tarde del 8 de Septiembre, día en que medio Lima concurría a las fiestas que se efectuaban en homenaje a la Virgen de Cocharcas, fiestas que, después de la solemne misa y procesión, concluían con opíparo banquete dado en el conventillo por el canónigo capellán, lidia de toretes, jugada de gallos, maroma y castillitos de fuego, entró a la picantería una negra que llevaba en brazos una preciosa niña, de raza blanca, y que revelaba tener nueve ó diez meses de nacida. Pidió la tal un mate de chicha de jora y un plato de papas con ají, y cuando llegó el trance de pagar la peseta que importaba lo consumido, la muy bellaca puso sobre el mostrador a la criatura, y le dijo á la patrona:
—Yo soy del barrio, y voy á mi cuarto á traerle los dos reales. Le dejo en prenda a la niñita María y cuídemela mucho que ya vuelvo.
Y fué la vuelta del humo.
Después de muchas investigaciones, la picantera sacó en limpio que la negra era una de las muchas amas de cría de la Casa de los Expósitos que, por ocho pesos de sueldo al mes, se encargaban de la lactancia de los infelices niños.
Pero fue el caso que la chiclayana, que nunca había tenido hijos, en los ocho días transcurridos desde aquel en que recibió la prenda, tomóla cariño y decidió quedarse con ella, decisión favorecida por la circunstancia de que la huérfana estaba ya en condiciones de destete.
*
Es sabido que á los expósitos se les daba por apellido el del virrey, arzobispo, oidores ó el de alguno de los magnates que con limosnas favorecían el santo asilo. Así, en Arequipa por ejemplo, casi todos los incluseros eran Chávez de la Rosa, en memoria del obispo de ese nombre fundador de la beneficente institución. También el apellido Casapía se generalizó en esTe orfanatorio ú orfelinato(1), vocablos del lenguaje moderno que aun no han alcanzado a entrar en el Diccionario.
El mismo día en que la picantera y el oficial de ebanista decidieron quedarse con la chiquilla, en calidad de madrina, la llevó a confirmar, declarando que la ahijadita se llamaba María Abascal, adjudicación de paternidad que tal vez nunca llegó a oídos del virrey.
Abascal hizo su entrada en Lima a fines de Julio del año anterior y, cronológicamente computando, mal podía tener en Septiembre de 1807 hija de nueve meses.
La madrina y su marido se encariñaron locamente por la criatura, disputándose á cuál la mimaba más, y agotando en ella cuanto adquirían para tenerla siempre vestida con esmerada limpieza y buen gusto.
María llegó á cumplir los seis años en la picantería, y era un tipo de gracia y belleza infantil, que traía bobos de alegría á sus padres adoptivos. Pero las envidiosas muchachas del barrio, para amargar la felicidad de la inocente niña y hacerla verter lágrimas, la bautizaron con el apodo de la Papita con ají.
El padrino, que trabajaba ya en taller propio y que, moneda a moneda, guardaba como ahorro un centenar de peluconas, resolvió que su mujer cerrase la picantería; y el maIrimonio fué a establecerse en el extremo opuesto de la ciudad, en la calle del Arco, donde con modesta decencia arreglaron una casita. No querían que la niña siguiese en contacto de vecindad con gentes que la humillasen recordándola lo infortunado de su cuna.