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Aun siendo una cuestión siempre presente en la reflexión político-jurídica, las relaciones entre ley civil y ley moral adquieren nueva actualidad en los temas relacionados con el derecho fundamental de la vida por la tendencia que existe a exigir una legitimación jurídica de los atentados contra la vida, como si fueran derechos que el Estado debe reconocer a los ciudadanos y, por tanto, asistir directamente[1]. Nos encontramos, seguramente, en la encrucijada de la cuestión, pues el derecho fundamental de la vida y su protección universal es precisamente el terreno donde típicamente la ley civil y la ley moral se encuentran.
Estas reflexiones quieren seguir el mismo itinerario que Juan Pablo II nos marca al abordar esta cuestión clave en su encíclica Evangelium Vitae (68-74). Sus enseñanzas se encuentran en sintonía esencial con el magisterio de sus antecesores, y muy especialmente con su encíclica Centessimus Annus y el documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe “Donum Vitae”. La doctrina mostrada en todos estos documentos responde a lo que M. Ronheimmer califica como un planteamiento jurídico de corte constitucionalista[2].
Siguiendo los pasos de la misma encíclica, esta intervención se compone de cinco apartados.
Primera parte: contexto moral.
Segunda parte: la visión del Estado en el supuesto relativista y la línea constitucionalista de la EV.
Tercera parte: relaciones entre ley civil y ley moral.
Cuarta parte: cuestiones morales que aparecen en estas relaciones.
Quinta parte: la defensa de la vida.
Primera parte: el contexto moral
La compresión que el sistema jurídico tiene de la relaciones entre la ley civil y la ley moral y la forma en como entiende su propio papel en el entramado social están enmarcadas en un contexto ético determinado, el que nos toca vivir en estos momentos. Las tendencias más relevantes son enumeradas a continuación y su influencia supera el ámbito del tema que nos ocupa pues atraviesa todas las formas de convivencia en la sociedad. Nos corresponde ahora destacar su impacto en el deber que el Estado tenga de proteger el derecho fundamental a la vida.
En primer lugar observamos el influjo de una ética proporcionalista en la tendencia a ponderar el valor de la vida de las personas como un bien relativo a cotejar con otros valores/intereses en las acciones humanas.
La influencia de las distintas corrientes proporcionalistas en los planteamientos éticos de la sociedad ha sido inmensa en los últimos 30 años y la comunidad católica no ha quedado completamente ajena a ella. Sin duda, percibimos en el éxito de estos planteamientos una crisis de la manualística clásica, que ha caído en su forma más habitual en un racionalismo que duda de la capacidad del agente moral para percibir la originalidad de la bondad en sus actos y en un voluntarismo que ha visto la ley como mera expresión de una voluntad superior y se ha terminado convirtiendo, en algunos casos, en una ética meramente formal en el plano filosófico, que infravalora el significado de la experiencia[3]. Son posiblemente sus carencias en la justificación racional necesaria, especialmente en un contexto más plural en el que ahora nos movemos, las que han favorecido el nacimiento y extensión, incluso dentro de la Iglesia, de estas nuevas fórmulas éticas, que centran la moralidad de los actos en lo que se denomina “sentido moral”. Éstas producen una ruptura inadmisible entre lo que sería la bondad intencional, en la que residiría la justificación última de la acción y la “rectitud” de los actos, que correspondería con el acierto en el cálculo realizado, como explica la encíclica Veritatis Splendor: