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No resulta fácil para el caso bizantino la distinción entre poder espiritual y poder terrenal. La brecha que los separa es tan estrecha que el análisis del fenómeno político se dificulta: la Iglesia y el Estado sostienen a la vez el cuerpo y el alma de una misma sociedad1. El carácter de representante de Dios del emperador, permitió que su poder rebasara los límites del ejercicio del gobierno civil, ámbito en el cual era ya suficientemente poderoso, participando en las esferas políticas eclesiásticas, que le reconocieron la atribución de nominar o remover a los obispos y, entre ellos, al propio patriarca de Constantinopla. Además de ello, el soberano bizantino gozó, sin participar del sacerdocio, de una serie de privilegios propios de los consagrados por sucesión apostólica. Aún reconocidamente laico, le era permitido pasar delante del altar mientras se celebraba la Eucaristía, podía predicar la homilía en el templo, bendecir ritualmente con incienso al pueblo y tomar con sus propias manos el pan y el vino consagrados para comulgar durante la celebración de la Misa2. "Hay festividades señaladas en el año litúrgico -comenta el profesor Herrera- en que el Emperador revestido con todos los ornamentos oficiales, y en representación del mismo Cristo, oficia como un verdadero sacerdote, aunque sabe muy bien que no lo es"3. En cuanto a materias dogmáticas, si bien el emperador no poseía el derecho de crear ni cambiar dogmas de la Iglesia, para lo cual se requiere necesariamente de un Concilio Ecuménico, sí contaba entre sus atribuciones el poder de convocar uno cuando así le pareciera, como hizo el propio Constantino, por consejo del obispo Osio de Córdoba, cuando llamó al I Concilio Ecuménico (Nicea, 325) para combatir el problema de la herejía arriana. No por nada declaraba Demetrios Komatianós hacia el siglo XIII: