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La selección natural ha precedido la evolución de los humanos, plantas y todos los seres vivientes del planeta, y los virus no son la excepción; aunque, técnicamente, los virus no vivan por sí solos (necesitan un organismo huésped con el fin de reproducirse), están sujetos a las presiones de la evolución.
El sistema inmunológico humano utiliza diversas tácticas para combatir patógenos. El trabajo del patógeno es evadir al sistema inmunológico, crear más copias de sí mismo y propagarse a otros huéspedes. Las características o adaptaciones que ayudan a un virus a realizar su trabajo tienden a mantenerse de una generación a otra, y las que dificultan que el virus de propague a otro huésped tienden a perderse.
Tome por ejemplo un virus que muta de manera mortal para el huésped humano, quien muere en unas cuantas horas después de infectarse. El problema con dicha adaptación es que el virus tal vez no tenga la resistencia suficiente para transmitirse al siguiente huésped, necesita uno nuevo y sano para que sus descendientes sobrevivan. Si mata al huésped antes de que éste infecte a otros, el linaje del virus muere con él.
Una manera en que los huéspedes se defienden de un virus es por medio del desarrollo de anticuerpos, los cuales se adhieren a las proteínas de la superficie exterior del virus, y le impiden entrar a las células del huésped. Un virus que aparenta ser diferente a otros que han infectado al huésped tiene una ventaja, ya que el huésped no tiene una inmunidad preexistente contra ese virus en forma de anticuerpos. Muchas adaptaciones virales involucran cambios en la superficie exterior del virus.
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