Respuestas
Respuesta:
—Le doy diez pesos.
—Vale quince. Ni un centavo menos.
—Diez pesos.
—Quince.
—Podríamos partir la diferencia: doce y medio.
—No; quince. Es el único precio.
El joven miró la cabra. Era un precioso animal. A pesar de su cornamenta, tenía un aspecto inofensivo y unos ojos melancólicos, que daban lástima.
—Doce y medio —volvió a decir, dando una vuelta en torno de la cabra.
Consideraba que valía quince pesos, pero pensaba insistir en doce y medio hasta el último momento. Era una cabra magnífica. La piel brillante, las ubres opulentas, todo denunciaba en ella la selección de la especie.
—Doce cincuenta —dijo por tercera vez.
—Vale quince —repitió el otro, un hombre tuerto, de largos bigotes—. Ni un centavo menos. ¿Dónde consigue usted una cabra de Nubia por ese precio? Si la vendo en eso, es porque necesito el dinero. Mi mujer va a tener un hijo... ¿Entiende? Necesito el dinero.
Al hablar así, el tuerto apuraba un vaso de aguamiel. Era forastero, según había dicho; de todos modos era la primera vez que se le veía por aquellos contornos. Había llegado un momento antes, tirando de la cabra, orgulloso de ser su dueño, exhibiéndola a los ojos de todos como un ejemplar nunca visto. Después de beber, dejó el vaso sobre el mostrador, sacó del bolsillo una moneda de cinco centavos, y pagó. El tendero se movía con languidez entre las sombras de la fonda. Recibió la moneda, dando las gracias, y se retiró al fondo del establecimiento, de donde había salido, a un sitio donde nadie lo veía y desde donde él observaba muy bien a todos los clientes.
—No hay quién le dé más de lo que yo le ofrezco —insistió el joven.
—Es una cabra de Nubia.
—Podría ser una cabra del cielo. No vale más. ¡Doce cincuenta!
—Bien... Es suya. Me ha convencido. Necesito el dinero, y no hay remedio. Puede llevársela.
El tuerto contó el dinero. Doce billetes de un peso, y cinco monedas de diez centavos. Revisó los billetes minuciosamente, uno a uno, mojándose los dedos con saliva al repasar su valor y comprobar su autenticidad.
Después los levantaba a la altura de los ojos y los examinaba al trasluz, sosteniéndolos en el aire, con cómica desconfianza.
—Son legítimos —dijo el comprador.
—No lo dudo —replicó el tuerto—. Pero es mejor estar seguros. Hay muchos falsificadores.
—¿Podría hacerme un favor?
—Con mucho gusto, si Dios quiere —dijo el tuerto.
—No puedo llevarme la cabra ahora. Vendré mañana a buscarla, en un camión. Dejo su valor y mañana a las tres vendré a llevarla. ¿En dónde vive usted?
—Aquí me encontrará.
Inmediatamente se despidieron. El joven echó una ojeada a la cabra.
Estaba orgulloso con la adquisición. Le parecía que había engañado al vendedor. La cabra, sin duda, valía mucho más del precio que había pagado por ella. “Mañana, a las tres”, volvió a decir al salir. Un momento después, en la carretera, se sintió la marcha del motor del automóvil en que viajaba. El auto dejó al pasar una nube de polvo, cuyas briznas invadieron la tienda, haciendo estornudar a la cabra.
—Otro vaso de aguamiel —ordenó el tuerto cuando estuvo solo.
El propietario de la fonda emergió de la sombra, detrás del mostrador. Buscó un vaso y lo enjuagó en una olla. Luego tomó un cucharón y lo hundió en el barril burbujeante y llenó el vaso con el líquido fermentado. Después de dejarlo sobre el mostrador, volvió a perderse en la sombra.
—¿Quién es el que me ha comprado la cabra? —preguntó el tuerto.
Nadie contestó.
—¿Quién es? —insistió—. Estaba aquí, conversando con usted, cuando yo llegué. Supongo que lo conocerá.
El ventero volvió a aparecer. Mordía un terrón de azúcar. Al hablar, las palabras chirriaban en su boca, cuando los dientes chocaban contra partículas de azúcar retrasadas en la salivación calmosa.
—Es un loco —dijo.
—¿Cómo?
—Un loco.
—No lo parece. Es muy joven...
—¿Los jóvenes no pueden ser locos? ¡Qué criterio!
—No me dejó terminar. Iba a decir que es una desgracia que sea loco, siendo tan joven. Pero... ¿de dónde saca usted que sea loco?