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No hay palabra de la que se haya abusado más al hablar de informática que «revolución». Si creemos lo que dicen la prensa diaria y la televisión, cada modelo nuevo de chip, cada componente nuevo de software, cada nuevo adelanto en las redes sociales y cada modelo nuevo de teléfono móvil u otro dispositivo portátil cambiarán nuestra vida de forma revolucionaria. Unas semanas más tarde el objeto de esos reportajes curiosamente queda olvidado y pasa a sustituirse por un nuevo avance, el cual, se nos asegura, constituye, esta vez sí, el verdadero punto de inflexión.
Sin embargo es indiscutible que el efecto de la tecnología informática en la vida diaria del ciudadano de a pie ha sido revolucionario. Sólo con medir la capacidad de cálculo de estas máquinas, tomando como referencia la cantidad de datos que pueden almacenar y recuperar de su memoria interna, se pone de manifiesto un ritmo de progreso que ninguna otra tecnología, ni antigua ni moderna, ha alcanzado. No hace falta recurrir a los lenguajes especializados de ingenieros o programadores informáticos, pues la enorme cantidad de ordenadores y aparatos digitales que hay instalados en nuestros hogares y oficinas o que los consumidores llevan de un lado a otro por todo el mundo revela un ritmo de crecimiento parecido y que no da muestras de estar aminorando. Una medida aún más significativa nos la proporciona lo que estas máquinas son capaces de hacer. El transporte aéreo comercial, la recaudación de impuestos, la administración e investigación médica, la planificación y las operaciones militares; estas y muchísimas otras actividades llevan el sello indeleble del apoyo informático, sin el cual serían muy diferentes o, sencillamente, no existirían.
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