Alguien que se invente un relato por favor
Urgente
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Undostres, undostres…
Suena a lo lejos un vals, el joven puede oírlo pese a estar profundamente dormido. Interviene en algún momento un reloj de pared (“yo no tengo un reloj de pared”) que, perfectamente sincronizado con el compás, anuncia las tres de la madrugada con su voz metálica y estridente. Alguien, en algún lugar, suelta una carcajada que es seguida por muchas más. Finalmente el joven despierta, en una habitación que le es completamente ajena. No encuentra el interruptor de la luz –no sabe si hay interruptor de la luz- y ha de limitar su exploración al muestrario de bocetos lechosos que esparce la luna a través de los visillos del ventanal.
¿Dónde estoy?
No reconoce el mobiliario, tampoco la distribución y los olores. No es suya la ropa que yace exangüe en un sillón cercano ni el pijama que lleva puesto. No hay –concluyamos- nada que fuera suyo ayer, fuera cuando fuese ayer. ¿Cómo ha llegado a ese lugar? La memoria le devuelve ondas concéntricas de la verdad que busca, ecos distorsionados de algo que puede no ser nada, o bien estar instalado en una estantería inalcanzable.
En algún punto de la construcción sigue sonando -undostres, undostres- un vals intemporal. El joven alarga la mano hacia el sillón cercano y rescata un batín. Es suave al tacto, levemente raído por el uso. Tras ponérselo, introduce las manos en los bolsillos y tropieza con hebras residuales que su olfato identifica como tabaco de pipa. Y aunque no recuerda casi nada de lo que es o de lo que ha hecho, no cree confundirse al asegurar que nunca ha fumado.
Abandona con cierta aprensión la estancia, que desemboca en un pasillo interminable cuajado de puertas altísimas. Identifica tras la tercera el origen de la música y la abre sin miramientos.
Las risas y conversaciones cesan, no así el vals. Un montón de figuras borrosas se detienen, expectantes, mirando con ojos invisibles al recién llegado. Le deslumbra la luz de mil lámparas de araña, obligándole a bajar la vista hasta sus pies desnudos. Cuando puede volver a levantarla, la mujer está frente a él.
– ¿Te despertamos, amor?
Sin esperar respuesta, la elegante mujer toma de la mano al joven y le lleva hasta el centro de la pista, cruzando por un improvisado pasillo de figuras confusas (¿desvaídas?). Pronto empieza todo a girar –undostres, undostres-, pronto no hay nada nítido salvo ella, salvo él en sus manos, todo lo demás reconvertido en ondas concéntricas, en burdos remedos de la pareja que baila.
Desde un extremo de la estancia el anciano contempla la escena, los ojos llorosos, la mente inusualmente lúcida entre la tierra quemada de sus recuerdos movedizos. Los pies reumáticos tratan de seguir el ritmo- undostres, undostres-, como si todo aún continuara pasando, como si aún pudiera sujetar su talle, servir de coartada a su risa. Da una calada de dedos temblorosos a su pipa, y exhala luego el humo en anillos perecederos. No tarda el reloj de pared que ya no recuerda tener en anunciar las cuatro de la mañana. Para entonces todo vuelve a carecer de sentido, apenas ondas concéntricas de una memoria rota.