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En otoño era más divertido, pues imaginaban entonces que arrastraban los pies entre las hojas otoñales de la Tierra. Los niños de ojos de ágata azul, con las mejillas hinchadas de caramelos, lanzándose órdenes teñidas de cebolla, se desparramaban como canicas sobre las calzadas de mármol, a orillas de los canales. Las puertas de la ciudad abandonada estaban abiertas para ellos y creían oír unos tenues crujidos en el interior de las casas, como hojas de otoño. Allí, en la ciudad muerta, un montón de niños, con sus meriendas a medio devorar, se desafiaban los unos a los otros, con agu dos cuchicheos.
Y de pronto uno de ellos echaba a correr y entraba en la casa d piedra más próxima, cruzaba la sala y entraba en el dormitorio sin mirar alrededor comenzaba a dar puntapiés y a moverse con pasos arrastrados, y las hojas negras y quebradizas, finas como j rones de un cielo de medianoche, volaban por el aire. Una enorme calavera aparecía a veces rodando, con una bola de nieve, y los niños gritaban. Las costillas parecían patas de araña y lloraban como un arpa de sonidos apagados, y lo negros copos de la mortalidad volaban alrededor de la arrastrad danza de los niños. Se empujaban unos a otros y caían entre la hojas, en la muerte que había transformado a los muertos en copos y sequedad, en un juego de niños con estómagos donde goteaba la naranjada gaseosa.
Luego los niños, de rostros luminosos de sudor, mordisqueaban el último emparedado. Y después de un puntapié final, de un último concierto de marimba, de una última arremetida al montón de hojas otoñales, volvían a sus casas.
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