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Explicación:
Julio, el personaje principal de “El pequeño escribiente florentino”, es un niño de doce años que cursa cuarto grado elemental (cuarto de primaria), es un simpático niño florentino de cabellos rubios y tez blanca.
Julio es, además, hijo mayor de un empleado de ferrocarriles cabeza de una familia numerosa. Debido al escaso sueldo del padre de Julio, a la familia apenas le alcanza para vivir con estrechez. Por esta razón el pequeño Julio, que vive dedicado al estudio, considera que es momento de ayudar a la economía de su casa al ver a su papá sobrecargado de trabajo por la necesidad de sostener a su familia.
El riesgo de esta decisión no es solo que los papás descubran lo que hace para aliviar el peso de la situación, sino que día tras día Julio va descuidando sus labores escolares y su salud. Los papás no tardan en darse cuenta de tal hecho, razón por la que Julio tendrá que decir la verdad que ocultaba con noble esfuerzo.
La historia de “El pequeño escribiente florentino”, que hace parte de Corazón, una serie de cuentos cortos escrita por Edmundo de Amicis donde también se encuentra el relato de “El pequeño enfermero”. Este texto es una invitación para pensar en el significado de lo que es ser familia y en el rol que cumple cada miembro cumple para aportar al bienestar general desde sus propios conocimientos y habilidades.
Respuesta:
EL PEQUEÑO ESCRIBIENTE FLORENTINO
Estaba en cuarto grado elemental. Era un gracioso florentino de doce años, de cabellos rubios y tez blanca, hijo mayor de cierto empleado de ferrocarriles que, teniendo mucha familia y poco sueldo, vivía con suma estrechez. Su padre lo quería mucho y era bueno e indulgente con él; indulgente en todo, menos en lo que se refería a la escuela. En esto era muy exigente y se mostraba bastante severo, porque el hijo debía ponerse en condiciones de obtener un empleo para ayudar a sostener la familia; y para capacitarse pronto necesitaba estudiar mucho en poco tiempo; y aunque el muchacho era aplicado, el padre lo exhortaba siempre a estudiar más. Era ya de avanzada edad el padre y el excesivo trabajo lo había además envejecido prematuramente. En efecto, para proveer a las necesidades de su
familia, aparte del mucho trabajo que tenía en su empleo, se buscaba aquí y allá trabajos extraordinarios de copista, y se pasaba escribiendo sin descanso buena parte de la noche. Últimamente, de una casa editorial que publicaba libros y periódicos, había recibido encargo de escribir en las fajas el nombre y dirección de suscriptores, y ganaba tres liras por cada quinientas de aquellas tiras de papel, escritas en caracteres grandes y regulares. Pero esta tarea lo cansaba y se lamentaba de ello a menudo con la familia a la hora de comer.
-Estoy perdiendo la vista –decía-. Esta ocupación de noche acaba conmigo. El hijo le dijo un día:
-Papá, déjame hacerlo en tu lugar; sabes que tengo buena letra, lo mismo que tú. Pero el padre respondió:
-No, hijo, no. Tú debes estudiar. Tu escuela es mucho más importante que mis fajas. Tendría remordimientos si te privara del estudio de una hora; te lo agradezco, pero no quiero, y no me hables más del asunto.
El hijo sabía que con su padre era inútil insistir, y no dijo más. Pero he aquí lo que hizo. Sabía que alas doce en punto dejaba su padre de escribir y salía del despacho para su
habitación. Alguna vez lo había oído: en cuanto el reloj daba las doce sentía inmediatamente el rumor de la silla que se movía y el lento paso de su padre. Una noche esperó a que estuviese ya en cama, se vistió sin hacer ruido, anduvo a tientas por el cuarto, encendió el quinqué de petróleo, se sentó a la mesa del despacho, donde había un montón de fajas blancas y la indicación de las señas de los suscriptores, y empezó a escribir, imitando todo lo que pudo la letra de su padre. Y escribía contento, con gusto, aunque con miedo; las fajas escritas se amontonaban, y de vez en cuando dejaba la pluma para frotarse las manos; después continuaba con más alegría, atento el oído y sonriente. Escribió ciento sesenta: ¡una lira! Entonces interrumpió la tarea; dejó la pluma donde estaba, apagó la luz y se volvió a su cama en puntillas.
Aquel día, a las doce, el padre se sentó a la mesa de buen humor. No había advertido nada. Hacía aquel trabajo mecánicamente, midiendo el tiempo, pensando en otra cosa y no contando las fajas escritas hasta el día siguiente. Cuando estuvieron sentados a la mesa dio una jovial palmada en el hombro a su hijo, diciéndole:
Aita