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Si una guerra es siempre notablemente perjudicial para las infraestructuras de transporte y comunicaciones, habida cuenta del papel estratégico que cumplen en el propio devenir militar, sus efectos se hacen aún más negativos cuando llega en el momento más decisivo de un proceso secular de modernización. Y esto fue lo que ocurrió en el caso que nos ocupa ya que, efectivamente, entre 1837 y 1936 los sistemas de transportes y comunicaciones conocieron una sustantiva transformación que acabó convirtiéndolos en un elemento decisivo para el desarrollo económico y social de la totalidad del país 1 . Si cuando se iniciaba el siglo XIX un ciudadano español no tenía otra alternativa que los sistemas de transporte y comunicaciones tradicionales -en el transporte terrestre la utilización exclusiva de animales de tiro, vehículos de capacidad muy limitada y firmes naturales o parcialmente tratados; en el transporte marítimo la vela y los cascos de madera; y en la transmisión de noticias el atávico discurso oral y un incipiente sistema de correos dependiente, a su vez, del transporte terrestre-, en 1936 estos estaban alcanzando el clímax provocado por la concatenación de las dos primeras revoluciones tecnológicas. Gracias al vapor, el transporte terrestre se había convertido, desde mediados del XIX, en asunto casi exclusivo del ferrocarril, que, no obstante, contaba desde los primeros años del siglo XX, gracias al motor de explosión y a los derivados petrolíferos, con la competencia del transporte automovilístico.
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