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Respuesta:
Explicación:
La Constitución de 1917 fue el último gran proyecto integral de reforma con la pretensión de instaurar un nuevo
régimen y un nuevo modelo institucional. A diferencia de
otros países de América Latina o de Europa del Este, la
transición democrática en México no estuvo acompañada por el diseño y aprobación de una nueva constitución
ni tampoco por la revisión integral en un solo momento “fundacional”; la carta magna original sigue vigente,
a pesar de sus más de 600 enmiendas2 desde febrero de
1917 (ver Gráfico I); solamente en el último sexenio del
presidente Enrique Peña Nieto se aprobaron 12 reformas
constitucionales.
México constituye una excepción en este y otros sentidos
que a continuación se detallan.
En primer lugar, la sucesión de reformas que se dieron
a partir de 1978 –fecha considerada por muchos como el
punto de inicio de la transición a la democracia– tuvieron
en el centro de sus preocupaciones y de sus objetivos un
componente fundamentalmente electoral. La intención
de las fuerzas políticas de oposición y de los grupos de
la sociedad civil que se empeñaron en la apertura democrática era que si se democratizaban las vías de acceso al
poder podría terminarse con la extrema concentración de
este en el Ejecutivo y dar paso a un gobierno acotado, a
la vigencia del arreglo político-institucional previsto en
la Constitución, y al respeto y ejercicio de las garantías
constitucionales previstas en ella.
Aunque no se hizo explícito, detrás de este supuesto subyacía una hipótesis correcta. Lo que durante décadas hizo
excepcionalmente poderoso al presidente mexicano no fueron las facultades que la Constitución le otorgaba sino sus
extraordinarios poderes electorales y partidarios, que le permitían tanto decidir a qué organización política se le daba
registro para competir, determinar las reglas de la competencia o contar los votos; como retirar a un gobernador,
nombrar al líder del partido y de su fracción parlamentaria,
seleccionar a los candidatos a cargos de elección popular o
designar a los ministros de la Suprema Corte de Justicia.
Todo esto dentro de la legalidad y al amparo de mayorías
para el partido del presidente que en el Senado y en el orden
estatal de gobierno fueron del 100% hasta 1989 y que en la
Cámara de Diputados oscilaron entre el 75 y el 95%.
La meta era, con estos condicionantes, acabar con la ficción democrática y establecer un sistema presidencial en
el que el titular del Ejecutivo estuviera limitado a través
de controles electorales, legales e institucionales. A los reformadores de ese momento no les faltó razón: las reformas electorales provocaron grandes cambios en la estructura y funcionamiento del sistema político mexicano.