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El desmembramiento de la Unión Soviética y el proceso análogo que se produjo en Yugoslavia fueron los acontecimientos fundamentales en el resurgimiento y la expansión del nacionalismo en Europa y en gran parte del mundo durante las dos últimas décadas del siglo XX . En los años noventa el nacionalismo, junto con su corolario de «política identitaria», volvió a convertirse en un importante tema de estudio en las universidades occidentales, aunque entre los profesionales el tono no fue de aprobación, ya que el nacionalismo parecía a menudo intransigente, intolerante, codicioso y enormemente subjetivo. De ahí la tendencia entre muchos de estos estudiosos a concluir que las naciones consagradas por proyectos nacionalistas no solían ser más que –en la expresión bien conocida de Benedict Anderson– «comunidades imaginadas».
La experiencia soviética fue muy llamativa a este respecto, porque durante más de medio siglo los líderes soviéticos se jactaron, seguros de sí mismos, de que habían resuelto el «problema de las nacionalidades».Antes de la revolución, Lenin y otros habían denominado al viejo imperio zarista «la prisión de los pueblos»: dentro de su vasto ámbito gobernaba sobre más de un centenar de grupos étnicos y lingüísticos diferentes, entre los que sólo los afortunados finlandeses (y, brevemente, los polacos) disfrutaron de un cierto grado de autonomía. Nada de esto había disuadido a Lenin y a sus compañeros comunistas de recrear el viejo imperio con el alcance más completo posible valiéndose de su nuevo Ejército Rojo. Aunque Lenin había consagrado el derecho a la «independencia nacional» en sus demagógicos llamamientos de 1917, entre 1920 y 1923 el Ejército Rojo reconquistó la inmensa mayoría de los pueblos no rusos, con la sola excepción de los Estados bálticos y Polonia.
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Explicación:El desmembramiento de la Unión Soviética y el proceso análogo que se produjo en Yugoslavia fueron los acontecimientos fundamentales en el resurgimiento y la expansión del nacionalismo en Europa y en gran parte del mundo durante las dos últimas décadas del siglo XX . En los años noventa el nacionalismo, junto con su corolario de «política identitaria», volvió a convertirse en un importante tema de estudio en las universidades occidentales, aunque entre los profesionales el tono no fue de aprobación, ya que el nacionalismo parecía a menudo intransigente, intolerante, codicioso y enormemente subjetivo. De ahí la tendencia entre muchos de estos estudiosos a concluir que las naciones consagradas por proyectos nacionalistas no solían ser más que –en la expresión bien conocida de Benedict Anderson– «comunidades imaginadas».
La experiencia soviética fue muy llamativa a este respecto, porque durante más de medio siglo los líderes soviéticos se jactaron, seguros de sí mismos, de que habían resuelto el «problema de las nacionalidades».Antes de la revolución, Lenin y otros habían denominado al viejo imperio zarista «la prisión de los pueblos»: dentro de su vasto ámbito gobernaba sobre más de un centenar de grupos étnicos y lingüísticos diferentes, entre los que sólo los afortunados finlandeses (y, brevemente, los polacos) disfrutaron de un cierto grado de autonomía. Nada de esto había disuadido a Lenin y a sus compañeros comunistas de recrear el viejo imperio con el alcance más completo posible valiéndose de su nuevo Ejército Rojo. Aunque Lenin había consagrado el derecho a la «independencia nacional» en sus demagógicos llamamientos de 1917, entre 1920 y 1923 el Ejército Rojo reconquistó la inmensa mayoría de los pueblos no rusos, con la sola excepción de los Estados bálticos y Polonia.