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Cuando el emperador Teodosio murió en el año 395 d. C., su herencia se repartió entre sus dos hijos. Así, uno se quedó el Imperio romano de Occidente y otro, el de Oriente. Esta división administrativa fue el inicio de la caída de todo el sistema, que se acentuó con la lucha de los bárbaros contra estos gobiernos. Burgundios, alanos, suevos y vándalos llegaron hasta Hispania y el norte de África reclamando un lugar en esos territorios. Por supuesto, las luchas no se hicieron esperar, hasta que los romanos redujeron su influencia solamente a Italia y el sur de Galia.
Además, en el año 402 los godos invadieron Italia, y los últimos recursos del que antaño fue un gran imperio tuvieron que trasladarse desde Roma, la que siempre había sido su capital, hasta Rávena. Por si quedaba alguna esperanza de resucitar el imperio, en el año 410 se produjo el saqueo de Roma, un episodio que hacía presagiar su caída, que finalmente se produjo en el 476, cuando el general bárbaro Odoacro depuso al último emperador romano, Rómulo Augústulo.
Comenzó entonces una etapa de división de los territorios, que antes se encontraban al amparo de la sociedad romana, compartiendo cultura, política e incluso lengua. De hecho, seguro que te resulta complicado entender que lo que hoy consideramos Europa y Turquía, el norte de África, Israel, parte de Jordania y Siria, Líbano, el norte de Irak y el norte de Irán se encontraban unidos no hace tanto tiempo.
Hoy, consideramos que la caída del Imperio romano pone fin a la Edad Antigua y marca el inicio de la Edad Media, una época en la que las diferencias entre los territorios se fueron acentuando, las diferentes civilizaciones y religiones asentando y los territorios se fueron formando y encaminando hacia lo que hoy conocemos.