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En mayo de 1902, un campesino del conde Gerol, un tal Giosuè Longo que iba con frecuencia a cazar a las montañas, contó que había visto en el valle Seco un enorme bicho que parecía un dragón. Esta vez, en cambio, la sensatez de Longo, la precisión de su relato, los detalles de la aventura repetidos varias veces sin la menor variación, convencieron a la gente de que algo debía haber de cierto, y el conde Martino Gerol decidió ir a ver. El apático y escéptico gobernador se había dado cuenta desde hacía tiempo de que su mujer sentía una gran simpatía por Gerol, pero era algo que no le preocupaba. Al contrario, accedió de buen grado cuando María le propuso ir con el conde a cazar al dragón.
Personalmente, creo que el dragón existe, aunque yo no lo haya visto. Siguiéndolo, en tres cuartos de hora se llegaba al Burel, donde había sido visto el dragón. Ahora que estaban lejos de la ciudad, en medio de las montañas, la idea del dragón comenzaba a parecer menos absurda. Su marido, el conde Gerol, los dos naturalistas y los cazadores le parecían muy pocas personas, poquísimas, contra tanta soledad.
Si era un dragón, era un dragón decrépito, casi al final de su vida. La piedra cayó a plomo y alcanzó exactamente la cabeza del dragón. Después, el dragón descendió por la grava en dirección a la cabra. Ya iba a retirarse, cuando el conde Gerol, para hacer gala de su valor, se acercó a casi dos metros de él y le descargó la carabina en la cabeza.
Tras disparar, Gerol se retiró a todo correr, y todos esperaban que el dragón cayera desplomado. Hubo unos minutos de pausa mientras el dragón renqueaba por la pared sin conseguir encaramarse. Sorprendido por la presencia de aquellos hombres, de aquellas armas, de aquellos rastros de sangre y sobre todo por el afán del dragón que intentaba trepar por las rocas, el muchacho, que nunca lo había visto salir de la caverna, se había detenido a observar la extraña escena. Pero Gerol le había dado ya la espalda.
Incluso la presencia del conde Gerol empezaba a molestarle. Se vio entonces al conde avanzar impávido por el pedregal, acercarse a no más de una decena de metros del dragón, dejar con mucha calma la cabra en el suelo y luego retirarse desenrollando la mecha. Sin embargo, el dragón, herido en el lomo por un disparo de carabina, se volvió de improviso, vio la cabra y se arrastró hasta ella lentamente. Pero el cuerpo del dragón salió despedido hacia atrás en el acto, y se vio que tenía el vientre desgarrado.
En ese momento, el conde Gerol salió de detrás del peñasco donde se había guarecido y se adelantó para rematar al monstruo. Por un instante Gerol creyó que era un grito de triunfo por la muerte del dragón. Dos pequeños reptiles informes, de no más de medio metro de largo, que reproducían en miniatura la imagen del dragón moribundo. No hicieron ruido, no provocaron ni un desprendimiento de tierra, no volvieron la cabeza ni siquiera por un instante hacia la cueva del dragón, desaparecieron tal y como habían aparecido, misteriosamente.
Ahora el dragón se movía, parecía que nunca llegaría a morir. Finalmente el dragón pareció hacer acopio de todas las fuerzas que le quedaban, elevó el cuello hacia el cielo, como no había hecho hasta entonces, y de su garganta salió, primero muy lento, y después con una potencia cada vez mayor, un aullido indecible, una voz jamás oída en el mundo, ni animal ni humana, tan llena de odio que incluso el conde Gerol se quedó paralizado por el horror. El dragón pensaba en sus dos hijos y, para protegerlos, había renunciado a su vida. El dragón demandaba ayuda y pedía venganza para sus hijos.
Pero el dragón no se decidía a morir, aunque el conde Gerol, obcecado por la idea fija de matarlo, le disparara con la carabina. La obstinadísima vida estaba saliendo por la boca del dragón. Y sin embargo, parecía imposible que nadie hubiera respondido a la última llamada del dragón. Del cuerpo del dragón, armazón apergaminado, se elevaban ininterrumpidamente dos hilos de humo que se retorcían lentamente en el aire estancado.
Pero el conde Gerol seguía tosiendo y tosiendo.