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Winckelmann, historiador del arte antiguo y fundador de la arqueología, afirmaba en Roma que en el siglo XIX no existiría más el Papa ni quedaría un solo sacerdote católico en el mundo. Hace cien años, los positivistas franceses, consecuentes con las ideas que tenían sobre el desarrollo de la humanidad, pensaban que los progresos de la técnica y el creciente aumento del saber traerían de modo inevitable la desaparición de lo que ellos llamaban la mentalidad teológica. Según los positivistas, esa dsaparición era cuestión de poco tiempo. Estaban ellos seguros de que en el siglo XX las religiones producto de un falso conocimiento, habrían dejado de existir en todas partes, extinguiéndose sin pena ni gloria, desplazadas por la ciencia y por la técnica. La idea de Dios se esfumaría en las penumbras de la historia junto con otros viejos engendros de la mente.
Los augurios marxistas eran parecidos. Para Marx, la religión no era más que una superestructura del fenómeno económico, ilusión que solo se mantenía como producto de la explotación social. "La miseria religiosa -decía- es, por un lado, la expresión de la miseria real, y por otro lado, la protesta contra la miseria real. La religión es el suspiro de la criatura aplastada por la desgracia, el alma de un mundo sin corazón, el espíritu de una épica sin espíritu. Es el opio del pueblo". De acuerdo con esos antecedentes, el cambio de las estructuras económicas eliminaría las religiones, haciendo innecesaria su entorpeciente acción social. Aunque se suponía que la desaparición debería ser automática, los marxistas no se limitaron a esperar que el fenómeno se produjera por sí solo. Al mismo tiempo que la acción política, realizaron una intensa campaña antirreligiosa. Las creencias fueron perseguidas con la misma energía y decisión con que fueron atacados otros elementos de la sociedad tradicional. El marxismo hizo el más sistemático esfuerzo que conoce la historia para la erradicación de la religión entre los hombres.