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ste mes se cumple el 75º aniversario del bombardeo atómico de Hiroshima y Nagasaki, que mostró a la humanidad la devastación que puede desencadenar una sola bomba nuclear. El persistente sufrimiento causado a los supervivientes, los hibakusha, debería proporcionarnos una motivación diaria para eliminar todas las armas nucleares. Ellos han dado a conocer sus historias para que el horror experimentado por Hiroshima y Nagasaki nunca se olvide. La amenaza nuclear, sin embargo, está creciendo de nuevo.
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La pandemia del coronavirus se expande por todo el mundo y junto con ella se profundiza la crisis económico-financiera global. La pandemia fue solamente el detonador de la crisis económica, no su causa de fondo. En realidad, el capitalismo arrastra desde hace medio siglo una tendencia al estancamiento, que se profundizó con la gran crisis de 2007-2008. La Gran Recesión de 2008-2009 cedió su lugar al Gran Estancamiento.
La montaña de capital ficticio, acumulada durante los últimos 10 años y financiada en gran medida con deuda, estalló como un globo. La pandemia atrapó al capitalismo con los dedos en la puerta. La recesión en las actividades productivas se ha desparramado como la espuma en toda la economía mundial. La recesión es una realidad que se despliega con inusitada rapidez en todos los países desarrollados y pronto envolverá, quizá con más fuerza y durabilidad, a los países subdesarrollados de las periferias.
Rogoff, quien, si bien se identifica con el mainstream, es un estudioso de las crisis económicas, señaló que esta recesión será más profunda que la Gran Depresión de los años treinta. La mayoría de los gobiernos y bancos centrales de los países desarrollados actuaron con rapidez y han implementado programas monetarios de Qe para inyectar liquidez y evitar, de esa forma, la casi inevitable ola de quiebras empresariales. Y en forma inusitada –dado que durante las últimas décadas los gobiernos habían sido renuentes a usar la política fiscal como mecanismo contracíclico– el Congreso estadounidense lanzó un plan de estímulos fiscales por 3 billones de dólares, el cual incluye apoyos a corporaciones en problemas y familias, subsidios acrecentados de desempleo y recursos para contener la pandemia. La crisis pilla a América Latina en una circunstancia en la que varios países de la región ya se encontraban en recesión o en franco proceso de desaceleración económica.
Por sus condiciones de subdesarrollo, dependencia y extrema desigualdad, las periferias del sistema seguramente sentirán con más fuerza tanto la propagación de la pandemia como la crisis económico-financiera. Aunque pronosticar escenarios en el marco de la incertidumbre radical que vive el mundo es una tarea difícil y engañosa, lo apuntado por el Fondo Monetario Internacional en su último informe revela la gravedad de la crisis. Este organismo augura un decrecimiento del PIB mundial de -3% en 2020, 6 puntos porcentuales menos que el registrado en 2019 y 3 puntos por debajo de la caída del PIB registrada durante la Gran Recesión. Como consecuencia de la recesión y de la ruptura de las CGV, el panorama del comercio exterior es aún más sombrío que el de las economías internas.
La Organización Mundial de Comercio estima que el volumen del comercio mundial en 2020 caerá entre el 13 y el 32%, lo que obviamente pone en jaque el modelo primario-exportador y maquilador adoptado por los países latinoamericanos desde la crisis de la deuda externa. En cuanto a los flujos de capital, la UNCTAD estima que los ingresos por inversión extranjera directa se reducirán entre un 5 y un 15%, mientras que las reinversiones se encogerán como consecuencia de la recesión. Y por lo que respecta a los flujos de cartera a los países emergentes, el Instituto de Finanzas Internacionales registra una disminución de 83 mil MD hasta marzo de este año. Frente a este panorama, la pregunta obligada es qué pueden hacer los gobiernos latinoamericanos para financiar la lucha contra la pandemia en medio de sistemas de salud deteriorados y desarticulados, así como para aplicar programas de recuperación económica exitosos.
Los llamados a levantar desde los países de la periferia una moratoria de la deuda externa, no deberían ser desestimados. Por lo mismo, debería abandonarse, al menos mientras dure la emergencia, la práctica de construir superávits primarios para pagar el servicio de la deuda. Deberían implementarse, asimismo, mecanismos novedosos de endeudamiento interno, como la propuesta de que los gobiernos emitan «coronabonos», los cuales serían comprados por el banco central, en una suerte de flexibilización cuantitativa. Los retos actuales exigen de América Latina gobiernos más activos e imaginativos que abandonen la rutina de las recetas ortodoxas convencionales, las cuales nos empujarían a una nueva «década perdida».