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Adoscientos años de nuestra independencia nacional, los argentinos seguimos atrapados en lo que parece ser el eterno retorno de lo mismo, como si nuestra historia transcurriera por ciclos y éstos se repitieran periódica y antinómicamente. Lo particular es que esta explicación viene de muy lejos, tiene casi tantos años de antigüedad ideológica como el país mismo y ha sido utilizada tanto por liberales como por peronistas, fascistas e izquierdistas, radicales y conservadores, académicos, intelectuales, ensayistas, escritores, periodistas, así como guionistas de teatro, cine, radio y televisión. En los últimos años esta división encontró una forma de representación ambigua pero efectiva al enunciarse como "la grieta".
Pero hay otra manera de pensar el devenir de nuestra argentinidad no ya como antinomia o grieta, sino como umbral. Lo que separa y ha separado a los argentinos desde antes de nuestra independencia no es un abismo, sino la imposibilidad de construir una identidad nacional común con los demás argentinos; nuestra identidad nacional, por el contrario, ha surgido y se ha desarrollado contra nosotros mismos. Una parte contra la otra, es cierto, pero no tan definidas socialmente unas de otras, sino en constante redefinición y pasaje entre una y otra de individuos, grupos y clases sociales.
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