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La importancia que se concede a las políticas para la ciencia, la tecnología y la innovación es creciente en los países industrializados. El indicador más claro de este fenómeno, más allá de la retórica, es el ritmo de aumento de la inversión en estas actividades durante las últimas décadas. Después de una transitoria meseta, producida fundamentalmente por un cierto receso de la I+D orientada a la defensa, las cifras han vuelto a mostrar valores en alza.
Muy distinto es el panorama actual de los países latinoamericanos, en donde la política científica, al igual que la política tecnológica y la de innovación, no logran trascender el plano de las intenciones declarativas y acompañan, en realidad, la suerte de otros indicadores que expresan el estancamiento –y aún el retroceso- de la región en su conjunto.
También los organismos internacionales se han hecho eco últimamente de la importancia del conocimiento científico y tecnológico. El Banco Mundial (1999) dedicó su informe anual de 1998/1999 al problema del conocimiento. Más recientemente, UNESCO convocó en Budapest la Conferencia Mundial de la Ciencia. Voy a referirme someramente a estas apelaciones, a las que considero en gran medida voluntaristas, para tratar de mostrar que se trata de un fenómeno recurrente que no alcanza a modificar las tendencias decrecientes de la implantación de la ciencia en los países en desarrollo.
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