Critica acerca de las consecuencias de la independencia del PERÚ

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Respuesta dada por: janamatias
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La irrupción de la modernidad política en Hispanoamérica —el paso de un gobierno monárquico a uno republicano-representativo— siempre han sido materia de controversia en cuanto a sus efectos democratizadores a lo largo del siglo XIX. La historiografía económico-social resaltó que el cambio político se articuló con la desigualdades económicas, sociales y raciales coloniales dando como resultado que el discurso político “democrático” fuese superficial en la práctica. La historiografía política, en respuesta, sin negar la desigualdad social y con diferentes énfasis, ha incidido en cómo las élites construyeron un discurso nacional que integraba a los sectores populares en la comunidad política, mostrando como ciertos mecanismos institucionales les permitía participar políticamente de forma efectiva. Rolando Rojas en La república imaginada reflexiona sobre estos temas en un espacio y periodo circunscrito: Lima durante el gobierno del libertador argentino José de San Martín, el Protectorado (1821-1822), cuando la independencia peruana recién proclamada no estaba asegurada —los españoles fueron vencidos en 1824—. Su objetivo es responder dos preguntas: ¿cómo imaginaban los criollos liberales la nación peruana? y ¿cómo ésta se relacionó con la formación política republicana? Es decir, cómo la idea de nación se articuló con el régimen político. A partir de las ideas de historiadores como Mónica Quijada y no tanto del concepto usado durante el Protectorado, Rojas afirma que la nación se concibió de forma política, como una comunidad con los mismos derechos civiles y políticos, donde, no obstante, la población indígena y popular debía primero “civilizarse” según un modelo burgués mediante la educación, las reformas económicas y el sufragio. Hasta entonces, según esta perspectiva, las élites criollas debían asumir el liderazgo político desde Lima, la sede política y cultural desde donde se intervendría lo andino y popular. Para Rojas, estas ideas fueron la base de una concepción “criolla liberal” sobre la nación y de la “cuestión indígena” vigente en el Perú durante el siglo XIX, que entró en crisis a inicios del siglo XX cuando nuevas formas de concebir a la nación incluyeron a indígenas —y su cultura— y obreros como agentes políticos claves, con reformas económicas y sociales más radicales que las liberales (reformas laborales, de propiedad, etc.). Este es uno de los puntos más interesantes del libro porque Rojas amplía sus reflexiones fuera de la coyuntura del Protectorado para comprender el discurso nacional y político liberal.

Para probar estas ideas, Rojas analiza en tres capítulos las representaciones culturales sobre los criollos, indígenas y los sectores populares que encuentra en la prensa limeña, memorias y testimonios de viajeros extranjeros relacionándolos con la política del Protectorado los que son conectados con el discurso liberal decimonónico en los epílogos de cada capítulo. Como queda claro en el primero, “La autorrepresentación criolla. Disputas entre patriotas “extranjeros” y limeños”, fue prioritario que los criollos limeños fundamenten su capacidad para gobernar a la nación peruana contra las élites criollas extranjeras, quienes tomaron control del gobierno bajo el discurso de que los limeños eran incapaces tanto para luchar por su independencia como para autogobernarse a causa de su carácter “sensual” y su poco desarrollado “espíritu de la libertad”. Los limeños, por su parte, trataron de explicar primero los hechos que limitaron sus acciones rebeldes, resaltando el apoyo dado a San Martín al llegar al Perú, pero poco después su discurso se tornó beligerante y anti-extranjero calificando al libertador como un déspota que buscaba instalar un gobierno monárquico. Rojas resalta un hecho sobre este debate: este trascendió, con otros referentes, al discurso historiográfico nacionalista que debatía si la independencia peruana fue “conseguida” por los peruanos o “concedida” por los extranjeros. Habría que agregar que este asunto no era meramente historiográfico o cultural dado que de forma similar al Protectorado lo que estaba en juego era la lucha pública por la historia que se articulaba con el cuestionamiento a la capacidad política de las élites dirigentes: desde Bartolomé Herrera en 1846 hasta Heraclio Bonilla en 1972.[1]

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